Aquel crío, cada vez que pasaba por el chollo que había en la calle de la Paloma, se quedaba embobado mirando lo que él llamaba 'un cargaíllo'. No era otra cosa que un remolque de coches, pero le fascinaba. Ya fuera yendo con sus abuelos o con sus padres, los hacía pararse en el escaparate, e incluso pasar a verlo: «Si eres bueno, tendrás el 'cargaíllo'», le dijeron. Los coches, con vinilos de competición, pasaron a ocupar sus sueños y sus anhelos. Tenía una alfombra con una ciudad pintada, y en su cabeza descargaba el remolque y los hacía circular por ella. Si quería correr, despendolado de los adultos, pensaba en el 'cargaíllo'. Si quería enredar por casa, lo mismo. Y entonces sus anhelos se hicieron presente en aquella Navidad de las postrimerías de los noventa. Fue feliz, y jugó con él disfrutando casi tanto como lo hizo con la espera, con los sueños. Porque hubo una época en la que se soñaba y se disfrutaba la espera por lo que se anhelaba. Luego ese crío fue consciente de los sacrificios que había detrás de aquellas esperas.
Hoy, aquel 'cargaíllo' es probable que no tuviere cabida a los pies del árbol. O si la tuviere, no tendría ese significado. En una era donde la inmediatez y la modernidad líquida se han hecho fuertes, donde todo es hedonismo y nihilismo, la Navidad se erige como salvaguarda de una vida que, en algunos ámbitos, ya fue. Relataba el escritor y periodista Antonio García Barbeito hace unos días que «la Navidad es una cruel contadora de ausencias», porque las sillas vacías en una familia en Navidad duelen, y se clavan en el alma con un aluvión de recuerdos, de olores, sonidos y gestos. Hablan los portugueses de saudade, que anda a caballo entre la nostalgia y la melancolía, y un poco hay en la Navidad. Y más cuando el mundo cambia tan rápido y la sociedad se encuentra inmersa en una vorágine capitalista y consumista, exportando costumbres que se hacen tradición en un año. Habrase visto.
En la actualidad, además del castañero, de belenes, del carrusel y otras tantas cosas, las calles se llenan de niños vestidos de árboles, elfos y renos, de los personajes de Frozen o de la Patrulla Canina, pero... ¿Qué fue de los pastorcitos, los romanos y hasta de los entrañables disfraces del buey y la mula? En el afán por abrazar una globalización que se demuestra cada día meramente superficial, se han arrinconado las tradiciones locales, esas que conectaban a la sociedad con su historia y sus valores culturales y morales. La magia, el misterio de la Navidad no está en lo que se importa de fuera, sino en lo que surge de las raíces. Sería complicado que un niño de ahora viviera ese idilio con un juguete tan simple, pero tan simbólico, como fue aquel 'cargaíllo'.
Ese niño ahora se sienta a la mesa en los días señalados de la Navidad, con la barba canosa y menos pelo, y ve que hay muchas sillas vacías, sobre todo las de aquellos que, además de llenar el 'cargaíllo' de coches de juguete, también lo llenaron de sueños, y le enseñaron las lecciones que no olvidará nunca, que no son otras que las del amor, porque es «la herramienta más poderosa del mundo, niño». Y en las cañas de la tarde de Nochebuena la tiranía de la ausencia se hace dura cuando piensa que uno de su quinta, con el que se batió el cobre tantos años cuando eran chavales, ya no está. Pero en las largas sobremesas que se viven en estas fechas, entre villancicos, licores y turrones alrededor de la lumbre, esboza una sonrisa y se siente afortunado por el camino y por saber valorar la espera y el sacrificio.
En el paseo a la misa del Gallo siempre observa la quietud que empieza a tener la ciudad a esa hora, y mira por las ventanas, algunas adornadas con guirnaldas, Reyes Magos que trepan o un árbol de Navidad iluminado, y se queda igual de embobado que cuando miraba el escaparate del chollo, imaginando cómo serán las cenas en esas casas, cuáles serán sus historias, sus ausencias y, sobre todo, qué soñarán sus niños. Porque él soñó entonces, y lo sigue haciendo ahora. A veces, se sorprende a sí mismo esperando a que lleguen a la mesa y se sienten en su silla los que ya no están, lo miren y le digan: «Si eres bueno, tendrás 'el cargaíllo'».