Mientras que nos recuperamos de los efecto de la DANA de septiembre, mayores han sido los daños en Toledo y en Tarragona, y mientras que no salimos del ruido rubialesco en un proceso informativamente atronador de los últimos días –donde se ha eludido y silenciado lo comentado por Alfredo Relaño en un artículo, a propósito de las relaciones anteriores de Rubiales con el gobierno y su pactos y acuerdos– Pedro Sánchez, presidente de gobierno en funciones, se desliza este pasado lunes en el Ateneo de Madrid, con un tríptico declarativo:«El acuerdo –de investidura– se puede, se debe y se va a alcanzar».
Tríptico declarativo de la abundancia o de la escasez, según se mire y según quien mire, por más que García-Page –lo único que queda de las viejas baronías socialistas en ejercicio– entorne los ojos y diga que él no entiende de nacionalismos, «ni siquiera del nacionalismo manchego». Al mismo tiempo que corrobora, el 4 de septiembre en la COPE, «que los diputados del PSOE por Castilla-La Mancha no son diputados de Castilla-La Mancha, sino diputados del PSOE», en un claro ejercicio marxista, facción Groucho.
Y así el citado Pedro Sánchez en el proceso de construcción y levantamiento de una mayoría parlamentaria que avale su investidura –donde juega en Bruselas, Yolanda Diaz, junto al fugado Puigdemont, al igual que lo hiciera en el pasado el hoy desaparecido Pablo Iglesias con Junqueras en la cárcel de Lladoners– con límites o sin ellos, afirma impasible desde la soledad de sus calcetines con topos coloreados marcando tendencia –como los que exhibió, a la manera de Justin Trudeau en el encuentro con Núñez Feijóo el 30 de agosto, en reunión exploratoria de éste y sin resultados reales para su propia investidura y mandato corto–, que las condiciones que imponen los potenciales apoyos de la investidura son perfectamente asumibles. Es decir, desde la peticiones de Puigdemont y los suyos de Junts –ya saben, amnistía y referéndum de autodeterminación, aunque hablen de alivio penal y de consulta pactada para endulzar el caramelo– al esquema oblicuo del PNV –expuesto por Iñigo Urkullu, en El País el 31 de agosto– sobre la Convención Constitucional y el retorno a la Galeuzka de 1933, un sueño histórico del viejo republicanismo. Es decir, el pábulo de «modificar la Constitución sin modificar la Constitución», en una suerte de ejercicio de interpretación constitucional de alta orfebrería para beneficio de los llamados estatutos históricos. Incluso de los foralistas redivivos. Se puede, se debe, se va.