La imaginación es una parte esencial del ser humano. A diferencia de la fantasía, que es una combinación errante de imágenes ya conocidas, la imaginación tiene un foco que la acoge y la aglutina. Los poetas románticos ingleses elogiaban por encima de todo la imaginación creadora. Hoy día, en cambio, vivimos sedientos de imaginación, saturados de datos, cifras y códigos de barras. Ello es posible que se deba a la labor demoledora de los sistemas educativos, que tienden a aplastar y refrenar lo que de mejor hay en nuestra alma. Todo lo que no suponga integración en los esquemas admitidos y consagrados por nuestros modelos sociológicos, sistemáticamente se reprime. De ahí que, en muchos casos, optemos por guardarlo en las celdas íntimas de nuestro ser, dándoles únicamente rienda suelta en la intimidad, en nuestros sueños y en nuestras ensoñaciones.
Sin embargo, justo es considerar que la imaginación, con la que a diario nos deleitamos y con la que convivimos en nuestra intimidad, es una vieja hechicera empeñada en hacernos vivir por encima de nuestras posibilidades y medios. De ahí las profundas decepciones y hastíos en que a menudo nos vemos inmersos; decepciones y hastíos que a veces nos hacen zozobrar en profundas crisis de desánimo, tristeza e incluso depresión.
Confiesa ese maestro de la psicología que es Stendhal en su autobiografía las malas pasadas que le solía gastar su imaginación desbordante, que le hacía compararse con un caballo receloso. Concretamente nos habla de su bautismo de fuego con las tropas napoleónicas, circunstancia magnificada en sus ensoñaciones juveniles cuando leía a Ariosto y a Tasso. Bastó verse inmerso en el zumbido de los cañones para que ese otro que convive íntimamente con nosotros exclamara, lleno de decepción: «¿Y esto es la guerra?» Pero la decepción alcanza cotas más altas todavía cuando por primera vez hace el amor. «¿Y esto es todo?, ¿esto es el tan exaltado amor?» Nada extraño que, en su libro, Sobre el amor, idee, algunos años más tarde, su célebre teoría sobre la cristalización amorosa, inspirándose en lo que, con sus propios ojos, contempló que ocurría cuando alguien arrojaba una rama seca en una mina de sal de Salzburgo y la sacaba varios meses más tarde.
Nos forjamos a diario tal cúmulo de ilusiones con la persona que acabamos de conocer, con el coche que vamos a comprar, con el viaje que vamos a hacer, con el disco que acabamos de adquirir, con la película que vamos a ver, con el cenorrio que nos vamos a dar, con las vacaciones navideñas que vamos a vivir, que, al final, cuando la dura realidad se impone de nuevo, nos ocurre como al autor de La cartuja de Parma, o como aquel con quien una tarde nos encontramos, exultante, y le preguntamos: «¿A dónde vas?» «¡A los toros!» Y dos horas más tarde, cuando lo vimos con gesto compungido y le preguntamos de dónde venía, replicó, mohíno y con gesto fatigado y apagado: De los toros…
Por esa razón considero que no hay que poner jamás el listón demasiado alto, y practicas la mesura, siempre conscientes de que lo más sabroso en la vida son las vísperas (del gozo), que hacen que nos deleitemos pensando en el próximo puente o acueducto, en las próximas vacaciones o en el libro que vamos a leer o en el plan de vida que vamos a adoptar. La realidad vendrá con sus rebajas, pero el deleite no nos lo quitará nadie. El problema, claro, estriba en lo caprichoso del calendario y de quienes lo confeccionan, que acumulan fiestas a mansalva en el último trimestre del año, y convierten los tres primeros meses del nuevo año en una cuesta pina que a algunos se les asemeja el Galibier. Conformémonos, pues, con las vísperas y el margen de gozo del que disponemos todavía. De ese modo, puede que consigamos que toda nuestra vida sea una víspera o un prólogo de lo por venir.