Juan Bravo

BAJO EL VOLCÁN

Juan Bravo


¿Para cuándo el seny?

19/05/2024

«Hay una cosa que jamás se ha visto bajo el cielo, y que a juzgar por los hechos nunca se verá: una pequeña ciudad que no la dividan los partidos, en la cual las familias vivan unidas y los parientes no se miren de reojo; una ciudad donde un matrimonio no engendre una guerra civil, donde no se alce la disputa de las dignidades a cada momento por la ofrenda, el pan bendito, las procesiones y las exequias; donde no se murmure ni haya mentira ni maledicencia, donde se vea hablar juntos al alcalde y al presidente, los concejales y los asesores; donde el deán esté a bien con los canónigos, y donde los canónigos no desprecien a los capellanes, y a su vez éstos aprueben a los chantres». Este célebre texto lo dejó escrito Jean de la Bruyère, en 1688, y a fe que ha servido de poco para que impere la paz y la concordia entre los pueblos y en las familias de entonces acá. Es más, de todos es conocido que ha habido y sigue habiendo gobernantes que acostumbran a sembrar la cizaña entre sus súbditos por aquello del 'divide y vencerás'. Una fórmula canallesca que va contra el espíritu de armonía que debería imperar entre gentes que, para colmo de rechifla, se suelen denominar cristianos.
En nuestro país, donde la envidia es una constante, no bastaron tres guerras carlistas durante el siglo XIX –especialmente dañina la primera– y la guerra civil de 1936, que durante tres años anegó de sangre la geografía española, para que, si no curarnos de ese vicio, al menos lo atenuáramos con miras a una convivencia con un mínimo de garantías. Al contrario; atizada por ladinos especialistas en generar odios y vesanias, la división no ha hecho más que crecer en todo el suelo patrio, pero especialmente en aquella Cataluña admirable y admirada, y aún más, si cabe, en aquella cosmopolita urbe de Barcelona, ciudad olímpica en 1992, un poco con el esfuerzo de todos.
Lo ocurrido en las pasadas elecciones autonómicas del pasado domingo no hace más que subrayar una vez más el estado de descomposición palpable desde hace veinte años en esa sociedad, escindida en dos bandos irreconciliables –independentistas y constitucionalistas–;  en tanto que cada uno de ellos, a su vez, aparece dividido, los independentistas en la antigua Convergencia pujolista (la derecha catalanista) que heredó Puigdemont, la Esquerra republicana, la Cup y la Aliança catalana; los constitucionalistas, por su parte, en socialistas (engrosados con los antiguos Ciudadanos), los herederos de 'podemos', los populares y Vox.
Hasta cierto punto esa escisión podría resultar comprensible en una sociedad plural y avanzada como la catalana; pero lo que vemos desborda tristemente cualquier punto de normalidad, dado que, por encima –o por debajo– del espíritu democrático, impera el veneno de las filias y las fobias. Hablar de un gobierno conformado por socialistas y populares es impensable (habida cuenta de la nueva terminología ofensiva lanzada desde Moncloa con el neologismo 'fachosfera', con lo que ello conlleva, y demás lindezas); idéntico muro el existente entre independentistas y socialistas, e incluso entre las tres secciones independentistas, unidas en sus intereses antaño, y hoy día hechas trizas. Y en medio del caos, el prófugo de Waterloo, empeñado en seguir su chantaje hasta el final. ¿Quién se saldrá con la suya en medio de esta refriega? Hay opiniones para todos los gustos, pero en especial dos: Puigdemont con el apoyo de Sánchez y sacrificando a Illa y a los socialistas catalanes; o bien una larga cambiada desde Moncloa, mandando a Puigdemont a callar de una vez y convocando elecciones generales en septiembre u octubre. Otro recurso sería unas nuevas elecciones autonómicas. O sea, seguir mareando la perdiz; algo que, sin duda, no se merece el pueblo catalán y, de rebote, el español. Veremos.