Encontré enormes telarañas, falsas, entre calaveras de juguete, incluso en el subtropical hotel africano. La mascarada se ha extendido. Originada en Norteamérica, el gran circo en torno a la muerte ha ido impregnando Occidente, aunque no para «orar por nuestros difuntos», junto al viernes negro, donde se saldan muchos productos a módico precio. Pero aquí saldamos nuestro destino. Nos sabemos mortales, tenemos certeza de que moriremos y, sin embargo, cada vez se mira menos al horizonte, ante el que debemos repensar el sentido de nuestra existencia y rumbo vital.
Antes de mi viaje pude acudir al Teatro de la Zarzuela, donde una excelente representación de Marina celebraba el brindis del amante despechado, queriendo emborronar su mirada: «Hasta el borde las copas llenemos, a gozar, a beber, a beber; su espumoso licor apuremos, que en su fondo se encuentra el placer». Y la resaca...
Así vivimos hoy, buscando sobre todo el placer, y cuando no lo hallamos, como canta Jorge: «A beber, a beber, a ahogar el grito del dolor, que el vino hará olvidar las penas del amor.»
No solo pretendemos olvidar las desdichas del amor, sino toda pena, el peso de un vivir donde no se halla la armonía o el sentido de nuestro caminar y, por tanto, la anhelada felicidad para la que todos hemos nacido, la que reclama nuestra naturaleza, como destacan la mayor parte de los filósofos. Hemos nacido para morir y en este intervalo hemos de actuar bien con nuestro papel en El Gran Teatro del Mundo, como decía Calderón de la Barca, que hace poco volvió a representarse en Madrid. Cada cual será juzgado según su situación, decían los personajes, y el rico egoísta resultará uno de los más severamente condenados. ¡Pero, sin embargo, hoy parece que todos quieren ser riquísimos, habitando un país rico!
Actualmente, la ebriedad, además de la procurada por alcohol o drogas, nos aturde casi más con los medios digitales: borrachera de imágenes y mensajes que apenas pueden digerirse y que nos encierran en una vida abdominal, refocilándonos en goces, sin mirar apenas más allá, adormecidos o muertos los ideales. «¡A dónde vais huyendo las ilusiones, que nos dejáis sin vida los corazones!», cantaba Jorge, en Marina, y es que ilusionarnos solo en lo perecedero nos hace sufrir, porque no estamos diseñados solo para lo efímero. Parece que estamos, incluso genéticamente, hechos para el Amor. O amamos -no me circunscribo al deseo erótico- o no entendemos ni nos entendemos. Las religiones nos lo advierten y nuestra tradición cristiana, católica, nos entrega fechas para reflexionar sobre quienes partieron y sobre nuestro futuro: partiremos. «Pero no importa, bebamos más; que la vida más ligera con el vino pasará». Mas la muerte llegará y habrá que responder. Nuestras buenas acciones han de pesar más que las malas en la balanza final.