Antonio Fresneda es el único botero de Valdepeñas. El último. Siendo un niño veía a su padre elaborar botas de vino de manera artesanal en un pequeño taller, que hoy se ha convertido en su lugar de trabajo. Quiso seguir con la pasión que le había trasmitido su progenitor por este oficio, aunque será por poco tiempo. En seis años se jubila, y este arte centenario va camino de ser una de las profesiones olvidadas. No hay relevo generacional y las ventas, que antes eran miles, se han vuelto insuficientes como para poder mantener un negocio de este tipo. Incluso los impuestos acechan a este arte para el que «no existen ayudas ni apoyo de las administraciones», lamenta.
Lleva cosiendo botas de vino «toda la vida». Corta la piel de cabra según un patrón con forma casi de corazón y la dobla para su cosido y posterior inflado. Después le da la vuelta e introduce la pez (resina de pino), que es jaleada por sus paredes para impermeabilizar la pieza. Finalmente, introduce el brocal (boquilla) y los cordones. Todo de forma artesanal en un «largo» proceso de confección que supera los 20 días. «Hay que mojar el material varias veces y dejarlo secar. Se curte con extractos vegetales, y hasta que no está totalmente seco no se puede seguir con el siguiente paso», comenta entre botas y pellejos, envases de distintos tamaños en el que guardar vinos y licores.
El oficio ya no es lo que era. Antes, «había boterías en todos los pueblos», y ahora es el único botero que queda en Valdepeñas. Junto a él sólo hay tres en Castilla-La Mancha, otro en La Solana y en Sigüenza (Guadalajara) y que forman parte de los seis que quedan en España; la mayoría, sin relevo generacional. El desuso y la aparición del plástico llevarán a su desaparición definitiva. El arte de fabricar estas emblemáticas botas se desvanece.
El arte de las botas de vino se desvanece - Foto: Tomás Fernández de MoyaA lo largo de los años, el sector ha afrontado muchas dificultades. Entre ellas, «la prohibición de alcohol en el campo de fútbol». Eso fue un «duro golpe» para el sector, que ahora resiste como puede a la problemática de una materia prima cada vez más escasa. Las pieles y la pez, el alma de cada bota, son un tesoro en peligro de extinción. «Cada vez tengo más dificultades para encontrar la piel por la trazabilidad y los problemas con la lengua azul. Y apenas hay ya resineros», lamenta al tiempo que señala que con un cuidado mínimo de mantenimiento, la bota puede durar toda la vida. Fiel reflejo de ello, es que Antonio arregla aún botas de vino de clientes de su padre. «Treinta o cuarenta años se la repasas, y todavía sigue funcionando».
Atrás quedaron esos años de esplendor. «Tiene que gustarte mucho esto para estar aquí tantos años, sobre todo por la situación tan complicada». Y a él, le gusta. Sus manos curtidas demuestran que es un experto hilvanador de piel de cabra. Realiza a diario botas de vino en su rincón, que rememora a sus antepasados con recuerdos y utensilios de su padre. Muchos lugares de España conocen las botas de Antonio, desde Asturias, Lugo y Logroño o Sevilla, aunque en Valdepeñas, reconoce, vende «muy poco» a pesar de que la bota de vino es «reutilizable, reciclable y que evita el plástico», por lo que «se debería apoyar más este tipo de oficio», a punto de desaparecer.