Se han cumplido estos días diez años de la muerte de Adolfo Suárez. Aquel año 2014 fue, en realidad, el de la constatación de que los mimbres de la Transición crujían. La muerte de nuestro presidente del Gobierno más emblemático y la abdicación, apenas tres meses después, de Juan Carlos I fueron puntos de inflexión, símbolos de que algo pasaba, esos dos hechos cargados de simbolismo y la emergencia de nuevos movimientos políticos que cristalizaron poco después y que supusieron la llegada de la llamada "nueva política". Diez años después, esos movimientos han sido en buena medida un fracaso, no han respondido ni de lejos a las expectativas que crearon, el rey emérito sigue paseando su vejez y su problemática figura por estos mundos de Dios, y continuamos añorando a Adolfo Suárez al tiempo que se pueden reconocer, - que lo cortés no quita lo valiente-, los errores que se cometieron en aquella Transición a la democracia y que hoy estamos pagando. Uno de ellos es la ingenuidad con la que se trató a los movimientos independentistas y sus intenciones.
Añoramos a Suárez y tenemos a Sánchez. Me gustaría pensar que Pedro Sánchez tiene un proyecto de país y no un proyecto obsesivo de supervivencia personal en la política a costa de lo que sea. Pocas veces la política, que con frecuencia es el arte de mentir sin que se note, en el mejor de los casos en aras de un fin superior, ha alcanzado tan altas cotas de mentira, a todas horas, sin pestañear. No solamente Sánchez, pero muy especialmente Sánchez. Pedro Sánchez comparte con Adolfo Suárez un tiempo convulso, de cambio e incertidumbre, pero no es exagerado decir a estas alturas que si Adolfo Suárez tuvo que mentir varias veces para sacar adelante un proyecto de convivencia sin precedentes, Pedro Sánchez miente a todas horas para salvarse políticamente aunque la estructura del país cruja por sus cuatro costados. Sánchez es un antiSuárez en una época en la que nos hacía falta una mujer o un hombre capaz de abrir grandes avenidas para el acuerdo, una persona transversal, alérgica a la polarización.
Suárez, que era un gran ambicioso, dimitió cuando vio que su figura molestaba, cuando entendió que era mejor echarse a un lado, propiciar otra escena y otro escenario. Lo hizo la persona que, desde muy joven, ya cuando era gobernador civil, decía que su gran meta era llegar a ser presidente del Gobierno. Nunca lo ocultó, pero dimitió y su mandato fue breve aunque supusiera un cambio radical en las estructuras del país. Nada que ver con el atornillamiento del actual inquilino de la Moncloa que sigue y sigue, sin inmutarse, por lo que se ve, a cualquier precio.
De Suárez a Sánchez hay una distancia abismal, la misma que separa el clima de los momentos históricos que protagonizan cada uno de ellos. Suárez tuvo que propiciar entendimientos, inverosímiles muy pocos años antes, pero él era una persona para el acuerdo, transversal, capaz de comprender razones diversas. Sánchez, por el contrario, pasará a la historia, además de por trasladar de sitio los restos de un dictador abriendo su fosa, por abrir de nuevo las trincheras, la diferencias cainitas. No es el único, desde luego, pero él no es un hacedor de concordia, aunque su discurso y su relato pretenda hacerlo pensar así.
Volviendo al principio, ambos comparten una gran ambición, y una vanidad importante, pero gestionada de una forma muy distinta, opuesta a todas luces. Ambos comparten también una cierta complacencia en el tratamiento al independentismo, pero el primero, Adolfo Suárez, desde la buena intención y la ingenuidad propia de aquel momento inicial; en el segundo, no hay lugar para ninguna de esas dos cualidades. Ambos serán dos políticos juzgados por la historia como determinantes en el devenir de nuestro país durante la época moderna, pero creo que el juicio puede ser igualmente muy opuesto. Siempre quedará cierto lugar para el beneficio de la duda, y eso sería tanto como pensar que las cábalas, aritméticas, piruetas y equilibrios de Pedro Sánchez, basados generalmente en la ocultación de las intenciones cuando no en la mentira más descarada, nos pueden llevar finalmente a un paraje de entendimiento y concordia. Lo único que sabemos a ciencia cierta es que con Suárez aquello sí que fue posible, tal y como indica su epitafio.