Nos acordamos de la virgen, y más concretamente de Santa Barbara, cuando truena. Después de la riada de Valencia y de las copiosas lluvias de las últimas semanas, nuestros políticos vuelven a caer en la cuenta de que llueve sobre mojado. Constatan, siempre con retraso, la imperiosa necesidad de sacar de los cajones proyectos hidrológicos que llevan decenas de años acumulando polvo en los cajones de ministerios y gobiernos autonómicos.
El problema es que, al polvo acumulado de esos proyectos, se ha ido sumando también la falta de consensos y acuerdos entre las distintas formaciones políticas para afrontar inversiones millonarias en infraestructuras hidráulicas. Y, por si fuera poco, los ecologistas han conseguido impedir que se lleve a cabo la limpieza y saneamiento de ríos y arroyos, no vaya a ser que pongamos en peligro la flora y fauna de nuestros entornos fluviales.
El 24 de enero de 2023 – apunten la fecha – se publicó en el BOE la aprobación de los Planes Hidrológicos que marcarán la gestión hasta 2027. El gobierno de Sánchez, siempre tan preocupado por los efectos del cambio climático, destinará 22.884 millones de euros al conjunto de inversiones, pero sólo 1.300 millones para restauración y conservación del «dominio público hidráulico». Pues bien, la Asociación de Empresas Constructoras y Concesionarias de Infraestructuras (SEOPAN) calcula que sería necesaria una inversión de 85.000 millones en infraestructuras hasta 2035 para «adaptar nuestra red a los requerimientos de calidad necesarios».
El Plan Hidrológico Nacional de José María Aznar, aprobado por el Congreso en el año 2001, se lo cargó Zapatero por cuestiones políticas y electorales. Una vez más, se impuso la rentabilidad política y electoral a los intereses generales de nuestro país. Pero, tampoco deberíamos pasar por alto la falta de solidaridad y la visión cicatera de un bien común, como es el agua, por parte de los gobiernos autonómicos afectados, que utilizan el líquido elemento como estrategia electoral a corto plazo.
La sequía, por un lado, y las inundaciones, por el otro, no se solucionan sacando de procesión a los santos, ni lamentando las desgracias. Nadie se atreve a impedir que sean los ecologistas sandías – verdes por fuera y rojos por dentro – los que decidan si puede construirse o no una presa en determinada cuenca fluvial, limpiar por razones de seguridad el cauce de un río o molestar a los batracios y pequeños seres vivos que habitan ese ecosistema. Por supuesto que hay que tener en cuenta estas cuestiones, pero sin pasarse.
Para curarse en salud, el redactor de los últimos planes hidrológicos gubernamentales – planes que, como dije anteriormente, suelen ser papel mojado – deja constancia de una gran sensibilidad ecológica y promete «respetar el medio ambiente, sin comprometer el desarrollo socioeconómico». No dice nada, pero deja constancia de la difícil convivencia de ambas cuestiones.
Los trasvases – lo sabemos bien los habitantes de Guadalajara – son una cuestión peliaguda y delicada. Tanto es así que ningún gobierno – lo intentó José Aznar y le salió rana – se atreve a sacar adelante ningún proyecto hidrológico solvente y duradero, salvo que consiguiera pactarlo previamente con la oposición, dejando de lado posibles peajes electorales.
Me temo que tendrán que ocurrir nuevos desastres naturales y desbordamientos de ríos para volver a lamentar la falta de inversiones en infraestructuras hidrológicas. Y, por supuesto, se seguirá culpando a los gobiernos anteriores y a dirigentes de otras formaciones políticas de los daños irreparables ocasionados.
Menos mal que siempre les quedará como chivo expiatorio el cambio climático.