Juan Bravo

BAJO EL VOLCÁN

Juan Bravo


El naufragio de Europa (y II)

23/02/2025

Lo peor en la Política son los aventureros, y de eso sabemos mucho en Europa, y no digamos en América. Decía Stendhal, en 1819, que no le gustaba nada la democracia de tenderos y comerciantes de los Estados Unidos, porque eso de verse obligado a pedirles el voto le parecía abyecto. Él, como tantos hombres cultos de su época, era partidario de la democracia ateniense, o sea de un gobierno ilustrado, honesto y con tintes cosmopolitas. Y lo decía cuando, caído Napoleón después de Waterloo, veía la que nos venía encima.
Hubo, qué duda cabe, en los Estados Unidos, grandes hombres, grandes militares y grandes políticos, personajes como George Washington, Abraham Lincoln, Wilson y, especialmente, Theodor D. Roosevelt, el gran líder de los aliados, que, de no haber fallecido nada más iniciar su cuarto mandato, en abril de 1945, habría podido dar, finalizada la contienda, una esperanza al mundo; podría haberlo hecho Henry Wallace, formado políticamente con Roosevelt. Pero, una vez más la demagogia se impuso; Wallace fue tildado de comunista, y el pueblo vil sacó de su casa a un felón, Truman, el tonto útil, que no contaba, y, con las turbias maniobras a que nos tiene acostumbrados, lo alzó a la presidencia, y él no tuvo reparos a la hora de apretar la espoleta de la bomba atómica, primero en Hiroshima, y por segunda vez en Nagasaki (podía haber elegido un pueblo simbólico, pero es evidente que jugaban a lo grande). Los cientos de miles de muertos los justificaron, esta vez sí, con las hipotéticas bajas (calcularon por encima de dos millones) que habría costado doblegar a Japón). Y eso fue todo, y después la paz de los cementerios y la gloria de erigirse en Gendarme de la Paz Mundial. 
Lo que veíamos seguía sin gustarnos nada, Mac Arthur y La caza de brujas, Corea, Cuba, Vietnam, Kissinger, Argentina, Chile, y, por medio, la poderosísima industria armamentística, el señor del Rifle, el Ku Klux Klan y el supremacismo, los dólares, Reagan zapando el poderío soviético, y, ya convertidos en los dueños y señores del mundo, y sin nadie capaz de toserles, las mentiras (iba a decir 'bulos', pero dejo el palabro a los 'sanchistas'), las grandes mentiras de nuestra época; las dos  guerras de Iraq, con aquellos tontos útiles del trío de las Azores, perfectamente dirigidos por Bush senior y junior. La cosa empezó a apestar. Luego vino Putin y su repugnante oligarquía: el nuevo zar de todas las Rusias, punta de lanza de un sistema monolítico, experto en venenos varios, y amparado en sus glamurosos desfiles de la Plaza Roja, respaldados por sus viejas momias cargadas de medallas. Y pasó lo que tenía que pasar. La obsesión por recobrar el viejo sueño: Estonia, Letonia, Lituania, Ucrania, Georgia, y, de poder ser, pues eso: Bulgaria, Rumanía, Finlandia, Suecia, Polonia y Afganistán. Y empezó por el bocado más ansiado…, ignorando que la juventud actual pasa de guerras y que Rusia es un país odiado por sus métodos perversos.
En Europa seguía la OTAN, pero lo que había hecho engrandecerse a la Unión Europea era el comercio y la industria, los emigrantes llegados del mundo entero buscando una salida a sus vidas, igual que habían hecho los irlandeses –ancestros de Trump– un siglo antes. La Europa de los Mercaderes, harta de guerras, no se había preocupado de crear un ejército; era su punto flaco. Y de eso era consciente el nuevo oligarca aventurero, convertido en el nuevo Mussolini (vean su curiosa gesticulación, aprendida probablemente en Wagner), que se alía con el diablo, siempre que éste tenga cuantiosos haberes y carezca de escrúpulos. Y es que, en el fondo, al flamante presidente le falta majestad, aunque se haga flanquear por su zarevich; le sobra petulancia, y no es capaz de entender que «mucho ha de correr un númida para pillar a un romano».