José Luis Loarce

Con Permiso

José Luis Loarce


Queridísimos árboles

10/10/2023

El articulista busca perderse en el bosque. En el bosque de palabras, de realidades que acaban siendo literatura, o sea, ficción. «El poeta es un fingidor», dice el verso de Pessoa, y más de cien años antes lo escribieron nuestros románticos. Hasta lo más real es fingimiento, porque al escribir sublimamos lo real y lo que sentimos. Como estos árboles que salen muchas veces al encuentro del columnista, envolviéndolo en una fronda arbórea y sentimental, acaso soñada o presentida.
Metáfora de la vida y sus ramificaciones infinitas —así decimos árbol genealógico— el poeta Alberti tituló sus memorias La arboleda pérdida, y en su nota a la reedición de 1986 escribía: «Me tumbaré bajo retamas blancas y amarillas a recordar, a ser ya todo yo la total arboleda perdida de mi sangre». Ser árboles, (con)fundirnos en seres vegetales que aspiramos a la longevidad, a convertirnos en dioses («En los bosques se siente la presencia de la deidad», dijo Chejov), incluso en elfos, personajes mágicos que habitan en la boscosidad y se los considera casi inmortales. Nadie puede decir que los misma especie que ha conformado la historia del hombre, desde el mito de la cabaña primitiva hasta el ataúd, no contenga la formulación de una idea; y me voy al árbol-hoja pintado por Magritte, donde las ramas son los capilares de una hoja, a modo de capilares de nuestra propia sangre, en su pintura La búsqueda de lo absoluto, 1940, de una belleza despojada y crepuscular impresionante.
Pero si hay desnudez hasta la abstracción casi invisible es la de Piet Mondrian, que antes de sus cuadrículas monocromáticas descubro que tuvo su breve fase neoimpresionista pintando árboles, seguramente los mismos árboles parisinos que, según sus biógrafos, hacían a la capital francesa demasiado romántica y se marchó a Nueva York, donde nunca pintaría esos árboles de Central Park que parecen brotar de una geología única.
Árboles del jardín de enfrente, glosados ya en mis artículos. Que tiemblan cuando llegan podadoras grúas municipales y sufre mi corazón hasta rogar a los operarios fluorescentes que sean compasivos con sus sierras mecánicas en la tala anual. «No parece un crimen porque no veo la sangre», decía un reciente chiste gráfico de El Roto, junto al dibujo de un árbol talado. «Yo amo los árboles porque son árboles, sin mi pensamiento», vuelvo a Pessoa. Y Van Gogh, que los pintó, dijo que el ciprés es hermoso como un obelisco egipcio.
Al margen del lógico y regulado aprovechamiento humano, ¿cómo se puede matar, pongo por caso, a seres vivos que se llaman, con mayúsculas, Auracaria, Secuoya (el más alto del mundo), Pino longevo, Roble (en su madurez sustentan hasta 2300 especies), Jacaranda…? Pues cada minuto la selva amazónica es talada en la equivalencia de un campo de fútbol. Pero acabo, sí, con el dulzor del que lleva casi mi apellido: el arce azucarero, de cuya sustancia no ha mucho disfruté en forma de un helado nunca probado.