Durante la última década del siglo pasado y la primera de este, en España llegó a parecer que solo había un juez: Baltasar Garzón. Había una razón. Era quien salía todos los días en los periódicos, en la radio y en la televisión. Todos los casos importantes los llevaba él o porque los asumía y los filtraba para su pregón en los medios de comunicación, se convertían en los que conocía todo el mundo y de paso a su juez instructor. O sea, él.
El paradigma de la figura de magistrado cambió radicalmente en la percepción de las gentes. Hasta entonces un juez era un señor muy serio y callado de nombre desconocido para la mayoría pero con Baltasar, el joven togado nacido en Torres (Jaén), todo aquello cambió. Garzón había llegado al Juzgado de Instrucción n.º 5 de la Audiencia Nacional en el año 1988 y en él se mantuvo hasta 2012, cuando el Tribunal Supremo lo condenó a 11 años de inhabilitación por prevaricación. Durante aquellos 20 largos años, Garzón siempre estuvo en los titulares y, desde entonces, incluso con lamparones y cada vez más criticado, aunque para otros sigue siendo un heroico salvador perseguido por las fuerzas del mal, sigue apareciendo aunque con gran división de opiniones.
Por aquel entonces, sin embargo, despertaba mucha más generalizada admiración por sus actuaciones contra el narcotráfico, el terrorismo, ETA y los GAL, y la corrupción. Yo mismo era uno de quienes la tenía por él.
Fue otro magistrado, presidente de la Audiencia Nacional, quien un día empezó a sembrarme la duda y desvestirme el muñeco. Fue en la tertulia del Café Gijón, a la que venía de vez en cuando. Solía hablar poco y con mucha cautela y cuidado si se trataba de algo que tocaba a su jurisdicción. Estábamos comentando lo del caso Nécora y de los famosos narcotraficantes que había empapelado y el elogio a su persona era muy general. Entonces intervino y, con mucha seriedad, nos trasladó su inquietud. «Más valdría que en vez de estar siempre saliendo en los papeles hiciera con más esmero los suyos y fuera más meticuloso y eficaz aportando pruebas en la instrucción, que es lo que tiene que hacer», vino a decir.
Hubo cierto estupor en la mesa, pero se reafirmó: «No instruye bien, no ata las pruebas y a veces fuerza y traspasa líneas que no son legales traspasar. Temo que varios de estos casos acaben mal y sin condenas por ello, como ya ha sucedido con algunos».
Alertado por aquello, recurrí a una segunda opinión, en este caso un amigo y persona relevante de los operativos policiales en las rías gallegas. Me llenó aún más de preocupación: «Lo mismo que a ti me ha ido pasando a mí. Me empieza a parecer que va mucho a lo suyo y a relucir».
Ambos, magistrado y agente policial, acabaron por tener, al menos en lo de Nécora, razón. Las pruebas aportadas, muchas de ellas con tacha en su obtención, se invalidaron o resultaron muy endebles. Muchos de los procesados vieron reducidas a casi nada sus penas y bastantes quedaron absueltos.
La estrella de Baltasar, sin embargo, siguió brillando. A las grandes causas añadiría otra aún más universal, los «crímenes de lesa humanidad» que alcanzarían relevancia mundial, como fue el proceso abierto al dictador chileno Pinochet y la orden de detención contra él, famosa, pero de imposible ejecución. De hecho, sería por ahí por donde seguiría en el candelero y más tras la sentencia del Supremo contra él, convirtiendo a Iberoamérica en su campo de operaciones y con grandes arrimos al peronismo argentino de los Kirchner, particularmente de la viuda cuando llegó a la Presidencia, así como de los populistas de izquierdas de diversos países, desde Venezuela a Bolivia o Ecuador.
Porque su sesgo político no fue nunca un secreto. Al principio, parecía inclinarse hacia el PCE y mantuvo sintonía y relación con ellos mientras exhibía aparente distancia con el PSOE. Hasta se le llegaría a considerar su azote. Sin embargo, cuando la corrupción tenía agujereado por todos los lados a este partido, dio el salto a la política en su socorro, presentándose, tras sibilinas gestiones de Pepe Bono, como número dos de González en las elecciones de 1993. Contra pronóstico, Felipe ganó y mantuvo el poder. Estaba pactado, o eso creía Garzón, que él sería el ministro de Justicia. Pero se encontró con que González nombró a Belloch. Le dieron como consuelo, y rango de secretario de Estado, el cargo de delegado del Plan Nacional sobre Drogas. Eso era muy poco para él. No tardó en coger la puerta giratoria y volver la Audiencia. Se desempolvó lo de los GAL, Garzón volvió a cabalgar y su estrella relucir de nuevo en todo su esplendor hasta convertirse en sol. Desde aquello a la Gürtel y por cuyos excesos en su instrucción actuando prevaricadoramente, vulnerando el derecho a la defensa, fue por lo que acabó inhabilitado.
Pero ni por ello se apagó. Se internacionalizó. El caso Wikileaks y la defensa de Julián Assange pero también y, sobre todo, por Hispanoamérica. En Argentina fue coordinador de asesoramiento internacional en la Secretaría de Derechos Humanos del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos, de Cristina Fernández de Kirchner, hasta que esta fue desalojada del poder en 2016, y en Ecuador coordinador de la Veeduría Internacional a la Reforma de la Justicia, cuando Correa campaba a sus anchas por allá.
Por acá, tras la llegada al poder de Sánchez, encontró en él mucha más afinidad que con González y Guerra. Del brazo, ahora ya pública y notoriamente, de Dolores Delgado, con quien desde hacía muchos, muchos años mantenía muy especial relación y con quien siempre tuvo un pacto inquebrantable, que ahí sigue, de socorros mutuos, hoy por ti y mañana por mí. En eso persisten ambos, aunque a Lola tras llegar a ministra, donde él no pudo, y luego, sin solución de continuidad a fiscal general del Estado, ahora las cosas se le están torciendo y está encontrando dura oposición fiscal y judicial para conseguir un nuevo puesto de relumbrón que llevaría adosado a Baltasar en otro muy idóneo para él y relacionado con la llamada «Memoria Democrática». Aunque llegaría ya tarde para exhumar a Franco, algo al respecto seguro que se le llegaría a ocurrir.
Lo de Baltasar y Lola viene de tan antiguo que les puedo contar algo de una portada de la revista Tribuna, donde nos dimos cuenta con el tiempo de que podían haber estado los dos. Baltasar Garzón, quizás no lo sepan, es cazador, sobre todo de mayor y gran aficionado a la montería. Sé, de muy buena tinta y primera mano, que muy bueno tirando no es. Quizás haya aprendido. Pero un día por tierras extremeñas, hace ya un tiempo, disparó 30 balas sin lograr quedarse con una res. Pues bien, ¿recuerdan ustedes aquella portada del ministro de Justicia, Mariano Fernández Bermejo, en una cacería, en febrero de 2009, por la que tuvo que dimitir? Entonces se dimitía por una «coseja» así, al ser sorprendido cazando por Jaén sin licencia en Andalucía. Pues nos dimos cuenta, después de aquel fin de semana venatorio, que iba acompañado por Baltasar Garzón y por Lola. Uno o los dos, aunque en ciertos trances, estaban casados, pero no entre ellos. Es ahora cuando ya sí.
Pero mas allá del chascarrillo, por poner algo de salseo en la pieza, cuando a mí personalmente se me cayó y para los restos el juez Baltasar Garzón fue cuando un muy reconocido mando de la Guardia Civil, destacadísimo en la lucha contra ETA, me relató y pude (después con otros de sus compañeros) contrastar lo sucedido en la jornada en la que se produjo la liberación de Ortega Lara.
Aquel 1 de julio de 1997 en Mondragón, en la nave industrial donde estaba el zulo en el que llevaba secuestrado 532 días, la operación tras tres horas de búsqueda infructuosa, a pesar de todos los indicios y certezas de que debía estar allí, el juez Garzón, cuya presencia era imprescindible, quería cancelarla y marcharse de inmediato. De hecho, lo anunció y quiso iniciar la retirada. Solo la insistencia y tenacidad del entonces capitán de la Guardia Civil, Manuel Sánchez Corbí, jefe del operativo, que bajo ningún concepto estaba dispuesto a abandonar, consiguió que al cabo se diera con el mecanismo de la máquina que pesaba toneladas y que tapaba la entrada al cubículo donde tenían al funcionario de prisiones enterrado en vida, y que los etarras estaban dispuestos a dejar morir. Y allí hubiera fallecido de no ser por el capitán Corbí. Sí, por ese mismo Corbí, que luego ya con el grado de coronel, fue fulminantemente cesado del mando de la UCO por el actual ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, que parece no tener mucha estima por la Benemérita, a tenor del trato que les dispensa y por el que recientemente ha sido reprobado en el Senado. Por Corbí alcanzó la libertad Ortega Lara, por Garzón, se hubieran marchado, sin encontrarlo, de allí.