He estado anclada durante muchos siglos en un muro de la casa de los marqueses de Palacios en Mondéjar y puedo asegura a todos los que celebran el advenimientos de los duendes en Guadalajara que el mío es el más conocido a pesar de que hace siglos que no lo veo.
Lo descubrí en el año del Señor de 1759 una noche de cuaresma cuando quiso hacerse ver ante María Medel. María, era una criada que trasegaba alegremente por la casa atendiendo a todos y cada uno de los caprichos de su dueña; una estricta mujer llamada María Teresa Murillo.
La muchacha era bastante espigada, de medianas carnes, carirredonda, blanca, algo roma y de pelo castaño. De repente unos extraños ruidos empezaron a sonar por todos los rincones de la casa. Eran estruendos cómo si arrastrasen muebles, chocasen los cacharros de la cocina, rodasen cadenas por los altillos y surgiesen lamentos de éntrelos muros. Las dos buscaban desesperadas al causante de semejante desbarajuste sin encontrar nada excepto caos en todas las estancias.
La Señora incrédula ante los extraños fenómenos no dudo en reprender a la criada. Estaban solas y no podía ser nadie excepto ella la culpable de los desmanes. La pobre muchacha ante la injusticia no supo hacer otra cosa que asegurarle que ella daría con el animal que producía semejantes desaguisados.
Dispuesta cómo siempre fue, estuvo durante dos días enteros levantando alfombras, baúles, sillas, mesas y hasta los faldones de camas sin hallar nada en absoluto. La casa estaba como una patena y no encontró ni una pulga.
A la semana siguiente su dueña la amenazó con echarla de su casa si no se resolvía el problema y ella no supo hacer otra cosa que echarse a llorar al verse en la calle. Ella había sido criada allí, no conocía otro sitio y no sabía a donde ir. Los sollozos de su desesperación se filtraron por entre todas las piedras de estas paredes hasta que repentinamente apareció como de la nada un ser rechoncho y chaparrón para acariciarla y consolarla.
María al levantar la vista se sorprendió. ¿Qué hacía allí ese extraño personaje? La puerta estaba cerrada con varios pestillos y la cancela candada. ¿Por dónde había entrado entonces?
Él tendiéndole la mano se presentó cómo el duende Martinico. Ella le observó confusa. Esa sonrisa desdentada y oscura habría hecho temblar a cualquiera pero la criada conservó la calma. Tenía la cara de un niño arrugado y la estatura de un zagal de unos diez años, vestía con hábito de capuchino y era feo como un demonio.
María lejos de asustarse mostró su enojo preguntándole de malas maneras si por ventura era él el causante de su infortunio. El asintió apesadumbrado y le pidió perdón por el infortunio que la había causado.
-Os prometo que lo dejaré de hacer cuando vuestra señora esté en casa. Además, por lo que os hice sufrir, a partir de hoy os ayudaré en todas las faenas de la casa.
María le miró sorprendida aceptando sus disculpas. La única condición que el duende le puso fue a cambio ella se comprometiese a jugar con él. Aquel pavoroso ser estaba cansado de vagar por el mundo haciendo trastadas y ansiaba compañía.
A partir de entonces, Martinico se convirtió en el ayudante más hacendoso con el que María hubiese podido contar jamás. Ufano espumaba la olla, barría, fregaba, cocía las verduras y lavaba con primor la ropa sin cansarse o quejarse.
La criada vino a apodarle el culebrón porque cuando llegaba su señora de la calle, a veces él se transformaba en culebra para desaparecer entre las rendijas de las piedras de los muros.
Todo fue bien hasta un día la señora entró más sigilosamente de lo acostumbrado y la sorprendió riendo a carcajadas sola en la cocina. La sometió a un interrogatorio exhaustivo hasta que ella le confesó que tan solo se reía de las mofas del duende Martinico. Intentó razonar con ella pero la muchacha estaba tan convencida de ello que su dueña acabó por pensar que estaba loca o embrujada y fue con el cuento a la Santa Inquisición.
Martinico enfadado por la denuncia que esta hizo en contra de su amiga se dedicó desde entonces a cebarse con la dueña haciéndole jugarretas y pesadas bromas que ella nunca llegó a entender. Era como si le hubiesen echado un mal de ojo y es que, el duende Martinico, igual podía ser tan alegre, generoso y solidario con la criada; como odioso con su dueña.
Su sorpresa vino cuando en el Santo Oficio se limitó a tomar nota de ello con cierta desidia. Al parecer aquel no era el único duende de Castilla ya que habían mil y un avisos parecidos. La mayoría aseguraban que esos hombrecillos hacían todo lo posible para echarles de su casa para apoderarse de sus moradas. Le dijeron que el Santo Oficio no estaba para esas cosas. Que aquello más que un delito era una tradición pues ya desde finales del siglo XV sabían de un Nigromante conocido como el Doctor Moralejas que en el pueblo de Viso de San Juan curaba los males del cuerpo y libraba a las casas poseídas de los malos espíritus librando verdaderas batallas con ellos.
La señora cabizbaja regresó a Mondéjar para hacer baúles y mudarse a Madrid dejando a María al cuidado de esa casa invivible. María para celebrarlo colgó en mi pared la notificación que expidió el Santo Oficio con relación a la denuncia de su ama y junto a Martinico con frecuencia la leía en alta voz para mofarse de ella. Así predicaba…
«En 1760 delató una señora de Madrid a una moza que había tenido de criada, bastante espigada, de medianas carnes, carirredonda, blanca, algo roma y de pelo castaño, la cual, según había contado a su ama, con otras muchachas del lugar se había holgado y divertido, en el palacio del marqués de Palacios, en Mondéjar, con un muchacho llamado Martinico, de pocos años y muy feo, que se les aparecía en forma de capuchino o de culebrón, quien las reprendía alguna vez por su demasiada curiosidad. Añadía la criada que, si hubiera querido, hubiera sido rica, y Martinico le haría las cosas de la casa, pero temía a la Inquisición ya que dijeran las gentes: Qué muchacha es, y ya va con la mitra por las calles».