La primera conclusión que podemos sacar de la vasta tragedia acaecida hace un mes en más de cuarenta pueblos de Valencia y en Letur, es que tenía razón mi padre cuando decía con un deje de sorna: «Cuando llegues a un país donde veas a un tío currando duro en una zanja, enfundado en su mono y echando los bofes, y a su alrededor a media docena de individuos con sus ternos, bien encorbatados y perfumados, dando órdenes, a menudo contradictorias, al del pico, no dudes ni por un momento en el país que estás, hijo mío». Y, junto a ella, otras muchas de parecido cariz: la ineficacia del Estado de las Autonomías, por aquello de la duplicación de funciones; la inutilidad de la clase política española, que le pasa lo que al burro del gitano: «Que sabe mucho y no pronuncia»; y, digamos, para terminar, que, como viene ocurriendo en España, desde los tiempos del Cid o de Gonzalo Fernández de Córdoba, conocido por El Gran Capitán, podemos decir, como siempre hemos oímos, el viejo dicho de «¡Qué gran vasallo –el español: el everydayman– si tuviera buen señor!».
La ceremonia de la confusión a la que, desde hace un mes, venimos asistiendo en Valencia y en Madrid, frisa en lo esperpéntico, e incluso en lo grotesco, de no ser por la tremenda tragedia que ha supuesto para miles y miles de valencianos que, por culpa de los ineptos dirigentes de la Generalitat valenciana y de los responsables del gobierno de Madrid, se han quedado con lo puesto, viendo, como en una pesadilla, cómo, en un par de horas, lo perdían todo, salvando a duras penas la vida (excepción hecha de 230 personas arrastradas por la riada).
Y ahí radica el meollo de la tragedia colectiva, porque, de haber dado los responsables de hacerlo, la voz de alarma a tiempo –como era su ineludible obligación–, podrían haberse salvado más de 150 vidas. Reconozco que es muy lamentable que una persona, por ineficacia, por impotencia, por descuido, por pereza o por cobardía se convierte en el villano de la película, cuando podría haber sido el héroe (como el alcalde de Nueva York, Juliani, el día de los atentados de las Torrres Gemelas). Lo que le ocurrió a Mazón, máximo responsable de la Comunidad, es de manual. Sin embargo, lo que ha hecho, en vez de dimitir y perderse o entrar en un convento, ha sido mentir y mentir, y, como un buen calamar, propagar la tinta en torno a sí, en un intento desesperado de eludir su responsabilidad y sus tremendos remordimientos.
Y así estamos y así seguimos, para nuestra vergüenza y oprobio. El resumen de Posteguillo narrando con prosa bíblica su drama y el de su compañera en primera persona es sin duda una pequeña obra maestra que pervivirá; y no menos el gesto de Felipe VI y Leticia jugándose literalmente el físico (es muy probablemente, y no creo exagerar, el gesto más bello de un borbón a lo largo de su historia).
Lo demás, bazofia, demagogia, palabrería envuelta en insultos, eludiendo cada cual su responsabilidad con un descaro brutal como el de Pedro Sánchez, que, sin una pizca de rubor, trata de eludir sus responsabilidades y, como es muy típico en él, se construye un parapeto para encubrirse y acaba creyendo sus propias falsedades.
En resumen, a un mes vista, tres o cuatro cadáveres siguen sin localizar, el cieno sigue anegando garajes y sótanos con los consabidos riesgos de infecciones, y las ayudas siguen llegando con cuentagotas, como suele ocurrir por culpa de una burocracia lenta e ineficaz. Un mes que han dado para mucho, aunque, sobre todo, para que se haya tornado casi insalvable la distancia entre la ciudadanía y sus políticos, brillantes palabreros y vendedores de humo, que sólo se acuerdan del pueblo cuando necesitan sus votos.
Somos lentos de reflejos y no vemos más allá de nuestras narices. De ahí que siempre nos pille el toro. Y lo peor es que no aprendemos de nuestros errores.