En el eco hondo de un martillo que suena y en el paso sobrio de un palio de cajón bajo la noche rozando con las perillas la ojiva de la puerta de San Pedro, late todavía la figura de Marcelino Abenza Corral (1948-2016). No fue solamente un capataz ni un cofrade más: fue arquitecto silencioso de una transformación. Uno de esos hombres que no buscan protagonismo, pero que acaban escribiendo capítulos decisivos en la historia. La Semana Santa de Ciudad Real, tal como hoy se entiende, le debe mucho más que el respeto: le debe alguno de sus cimientos de lo que hoy conocemos.
Su vocación germinó pronto, regada por la tradición familiar. Su padre fue hermano mayor de Pilatos y en casa se hablaba de pasos y de trabajaderas con la naturalidad con la que se comentan las cosas importantes. En ese ambiente creció Marcelino, que desde niño acompañó las procesiones como nazareno. Pero fue en los años 70, cuando estudiaba Ingeniería Agrónoma en Sevilla, cuando protagonizó uno de los momentos fundacionales del costalero ciudadrealeño: impedir que el paso de misterio del Ecce-Homo (Hermandad de Pilatos) saliera sobre ruedas. Aquel era el último bastión de la tradición costalera en la ciudad del siglo XX, y él se negó a dejarlo caer. Formó una cuadrilla en tiempo récord, ensayaron apenas una vez y, con dificultades, sacaron el paso a la calle. "Hoy sería impensable hacerlo así", recuerda su hijo, también Marcelino, pero aquella osadía marcaría un antes y un después. Tres años antes de que Sevilla empezara su propio relevo costalero con la inclusión de los "hermanos costaleros", Ciudad Real ya había dado ese paso al frente.
Esa actitud, tenaz y comprometida, definiría toda su trayectoria. Mandó pasos como el palio de la Soledad, donde diseñó de "cabo a rabo", como relata su hijo, el actual palio de cajón. También mandó el paso de gloria de la Virgen del Carmen o el del Cristo de la Buena Muerte, y dejó su huella en hermandades como la de la Flagelación, donde fue vocal, mayordomo, censor y capataz general, o en la de las Penas, a la que ayudó a renacer desde dentro. No sólo sacaba pasos: pensaba, diseñaba, organizaba. Transformaba. Desde la tapa del zanco hasta la última perilla del palio, todo pasaba por su criterio. Y no por ansia de control, sino "por convicción profunda de que la belleza está en los detalles, y por eso decía que un paso andando al frente le gusta a todo el mundo, y que si uno hace cambios, tendrá su público, pero no llegará a todos", cuenta Marcelino.
Marcelino Abenza en diversos momentos: como capataz del misterio de la Bondad, como capataz de Las Penas o en el Codal de Plata - Foto: LTQuienes trabajaron con él coinciden en su estilo: firmeza sin estridencias, orden sin rigidez, pasión sin ruido. "Mi padre disfrutaba viéndonos mandar a los demás", dice su hijo, también capataz. Siempre atento a lo que nadie miraba: un bordillo, un cable, una caída del terreno: "Era como llevar un seguro a todo riesgo", bromea. Su presencia delante de un paso era discreta, pero imprescindible. Nunca fue de los que alzan la voz, pero todo el mundo lo escuchaba.
Su magisterio dejó escuela. Por sus cuadrillas pasaron algunos de los grandes capataces actuales de Ciudad Real: José María Pastor, Juan Luis Huertas, Fran Muñoz… Muchos fueron sus segundos; otros, simplemente, lo observaron con atención y aprendieron. Abenza no sólo enseñaba a andar, enseñaba a pensar con los pies. Fue, eso que se suele decir, "capataz de capataces".
Fue también el espejo en el que se miró su hijo. Aunque nunca trabajaron directamente dentro del paso, compartieron muchas madrugadas y muchas igualás. "Desde que tenía 13 o 14 años empecé a acompañarle fuera", detalla. Su debut como capataz fue en el Nazareno de Miguelturra, uno de los pasos que también sacaba su padre. Desde entonces, el vínculo fue permanente, hasta que en 2015, ya enfermo, no pudo acompañarlo en la salida extraordinaria del 450 aniversario de la Soledad. Fue el principio de una ausencia que marcó a fuego. "No me faltaba confianza, me faltaba ilusión", reconoce su hijo. La cofradía seguía andando, pero algo se había detenido por dentro.
Marcelino Abenza en diversos momentos: como capataz del misterio de la Bondad, como capataz de Las Penas o en el Codal de Plata - Foto: LTLa huella de Abenza va más alla de lo sentimental: es estructural. Estuvo en el origen de cuadrillas, pero también en el rediseño completo de pasos. Transformó el palio de la Soledad "como él lo soñaba", con todo hecho según su idea. Fue el primer palio de cajón de Ciudad Real, "a la vanguardia". Y fue también constructor de hermandades en lo más profundo: en los estatutos, en la manera de gobernar, en el modelo de cofradía participativa y abierta. "Creo que con la Flagelación y otras como las Penas, se sembró el germen de la democracia en nuestras cofradías", defiende su hijo. Y esa es, probablemente, su mayor aportación: haber comprendido que la Semana Santa no se transforma solamente desde los martillos, sino también con actas, con reuniones, con diálogo.
Su despedida fue sobria, como su estilo. La mañana de Reyes, la Parroquia de San Pedro acogió su funeral. Acudieron numerosos cofrades ciudadrealeños. La Flagelación le había rendido homenaje unos meses antes, aunque no pudo recoger su diploma. Ya estaba enfermo.
Marcelino Abenza en diversos momentos: como capataz del misterio de la Bondad, como capataz de Las Penas o en el Codal de Plata - Foto: LTHoy, su nombre, aunque no necesite placas ni homenajes pomposos, está donde debe estar: en el recuerdo unánime de quienes aprendieron con él, en los pasos que aún andan como él enseñó, en las cuadrillas que entienden que la sobriedad no está reñida con la emoción. La Semana Santa de Ciudad Real no se entendería sin el papel de Marcelino Abenza. Y no porque lo diga su hijo, que también lo dice, sino porque lo repite cada zanco que golpea el suelo con fuerza serena. Cada martillo que suena limpio. Cada paso que, sin alharacas, avanza de frente. Cada vez que un costalero se pone su ropa en la muy noble y muy leal.