En un día de otoño, tal vez como el del viernes 24 de septiembre, en el que se anunciaban lluvias torrenciales, Suintila, rey de los visigodos, se pudo desplazar a la basílica de ‘Santa María insorbace’, situada en el paraje de Guarrazar, a ofrecer una corona de oro y piedras preciosas por sus victorias sobre los bizantinos. En otro día de otro otoño de varios años después, quien marchó a Guarrazar fue Recesvinto. Ofrecería en Santa María, la basílica imponente del paraje mágico de Guarrazar, una corona confeccionada en los talleres de orfebrería toledana. ‘Recesvinthus rex offeret’, grabó el artesano toledano, para que permaneciera el recuerdo de un rey que había labrado años de paz en un reino tan tumultuoso como el de Toledo. Centurias más tarde, Alfonso X, ordenaría trasladar los restos de este monarca desde un lugar, próximo a Valladolid, a la iglesia de Santa Leocadia en Toledo. Así lo imagina y así lo cuenta, o parecido, el arqueólogo Juan Manuel Rojas Rodríguez–Malo, empresario de una rara empresa como es la arqueología y promotor del actual yacimiento de Guarrazar.
Para que Guarrazar adquiriera realidad fue preciso que existiera una alcaldesa intuitiva, convencida de que aquel paraje en el que, en 1858 una niña y sus padres descubrieron un botín de oro y piedras preciosas, era algo más que un hallazgo fortuito. En ese valle, sembrado de olivos y huertas, se escondían los restos de lo que en tiempos de los visigodos y tal vez mucho antes, fue un centro de peregrinación y de devoción. Y como en los relatos celebres de la arqueología universal, solo se necesitaba un arqueólogo visionario, un alemán adelantado y una alcaldesa audaz que se lanzarán a recuperar aquel conjunto de construcciones que las escorrentías seculares habían ocultado. La alcaldesa obtendría un premio insólito por su fe en el futuro: encontraba entre el barro del manantial sagrado un zafiro, desprendido de las coronas que unos vecinos de Guadamur descubrieron por azar, dos siglos antes. No les contaré los avatares de las coronas votivas ni las fiebres de tesoros ocultos que invadieron Guarrazar. Ni los trapicheos de los joyeros toledanos o la oferta de piezas a intermediarios franceses que pagaban con solvencia. Tampoco les contaré cómo aquel sitio, de insólita geografía, es hoy un lugar que está cambiando el pasado visigodo en España. Nada será igual tras el descubrimiento de la basílica magnifica, ni tras la exhumación de las ruinas de una arquitectura de dos plantas de peregrinos (xenodochium) que emite ecos de un paraje ancestral al que se acercaban mujeres y hombres en busca de la sanación de sus cuerpos y del renacer de sus almas.
Visité el yacimiento durante medio día – podría haber sido el día entero, atrapado por las sugestiones del yacimiento - acompañado del arqueólogo Juan Manuel Rojas, de la alcaldesa Sagrario Gutiérrez, de Cristina Sabrido y su marido, quienes fueron reconstruyendo la historia del lugar que en la edad media se denominó Guarrazar. En el pueblo de Guadamur la historia del reino visigodo de Toledo se está reescribiendo por la voluntad de una alcaldesa y la tenacidad de un arqueólogo que no dudó en arriesgar sus recursos personales para dar sentido social a un conjunto extraordinario de la arqueología hispana. En ese valle, cercano a Toledo, se fundían ritos antiguos, de renacimientos por el agua, y liturgias cristianas de influencias bizantinas. Desde la corte toledana, los reyes visigodos y los nobles, se desplazaban a un lugar de misterios ancestrales. Allí, entre liturgias solemnes, inciensos envolventes y preces salmodiadas, ofrecían coronas de oro y piedras soberbias engastadas para conmemorar victorias militares, agradecer dones especiales y sacralizar el poder de las elites visigodas.