La soberbia que desterró al Carmelo de Pastrana

Por Almudena de Arteaga
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Costase lo que costase, quería como el resto de las grandes señoras del momento, ofrecer a la monja la posibilidad de asentarse en sus señoríos y así Pastrana se vanagloriaría de ello

Este es el año de Santa Teresa, aquel en que se celebre el quinto centenario de su muerte. Por ello hoy quiero hablarles de uno de los arrebatos de la princesa de Eboli. De aquel que privó a Pastrana de contar con uno de sus conventos.

Corría el siglo XVI cuando estando parados frente a mis casas oí por primera vez hablar a mis señores de cómo hacer de estas una fundación. Era Doña Ana de Mendoza y de la Cerda la que parecía más interesada y ladina como era no tardo demasiado en convencer a Don Ruy para que accediera a lo que parecía su último capricho.  

Se había enterado de que su parienta doña Luisa de la Cerda, había fundado en Malagón para las carmelitas descalzas y la creciente popularidad de Teresa de Jesús la seducía. Costase lo que costase, quería como el resto de las grandes señoras del momento, ofrecer a la monja la posibilidad de  asentarse en sus señoríos y así Pastrana se vanagloriaría de ello. Don Ruy la escuchó atento y sirviendo para un buen fin no tardó en dar su beneplácito.  

Al parecer y al contrario de los que muchos pudieran pensar, Teresa de Jesús en un primer momento recibió el ofrecimiento con cierta reticencia pero su confesor terminó de convencerla. No era para menos ya que Don Ruy Gómez de Silva era uno de los hombres más influyentes en la corte de Felipe II por su cargo de secretario y su protectorado siempre serviría para bien a la orden del Carmelo.

La visita de la Santa Teresa a aquel pueblo de Guadalajara para hablar de los términos de la fundación se prolongó más de lo que ella hubiese querido ya que Doña Ana se empeñaba en decidir sobre los planos en la cuantía de celdas a construir, la ubicación del refectorio, de la capilla y otro sin fin de nimiedades en los que normalmente las donantes ni siquiera reparaban. Ya de acuerdo en todo, a punto estaban de cerrar los tratos cuando algo sucedió. Aquella noche la princesa leía parte de los escritos de Teresa de Jesús cuando al no entender una parte de ellos hizo un comentario que desagradó sumamente a su autora. Dicen las malas lenguas que la Santa cogió sus papeles dispuesta esa misma noche a abandonar el palacio sin más pero que Don Ruy Gómez de Silva consiguió amansar su denuedo con esas dotes apacibles y diplomáticas que le caracterizaban. Apartada Doña Ana de las últimas decisiones, por fin y contra todo pronóstico quedaron cerrados los tratos para que Teresa de Jesús pudiese por fin fundar en Pastrana.  

El 23 de junio de 1569 entraron trece de sus monjas en mi convento. Por aquel entonces no pude imaginar si quiera que la alegría que traían al cruzar mi umbral pudiese desmoronarse como un castillo de naipes en apenas cinco años. Todo empezó a complicarse cuando el valedor de mis monjas murió un 29 de julio de 1573. Al  saber la noticia, todas a una  se dirigieron al altar de la capilla para rezar por la salvación de su alma.

Entregadas a sus plegarias por el fallecimiento del príncipe de Eboli oyeron llegar un carruaje con gran estruendo calleja arriba e inmediatamente el golpear apresurado de la aldaba. La madre portera abrió con cierta precaución y se quedó perpleja al descubrir que era Doña Ana de Mendoza que sin previo aviso venía a enclaustrarse junto a ellas. Estaba decidida a adoptar sus reglas para vivir apartada del mundo su dolorosa viudedad lo que le quedase de vida. El trayecto desde Madrid a Pastrana le había dejado mucho tiempo para pensar y entre otras cosas había decidido rebautizarse con el nombre de Ana de Dios.

La priora, Isabel de Santo Domingo, al saber la noticia no pudo contener su exclamación. ¡La princesa monja! ¡Doy la casa por deshecha! Y no andaba descaminada porque las  buenas mujeres no tardaron en darse cuenta de que la Princesa ni traía consigo la  humildad debida, ni quiso cortarse el pelo, ni siquiera calzarse sola las sandalias y tras un día incapaz de asistirse a sí misma pidió que le trajesen a dos criadas de palacio para que la ayudase en estos menesteres sin importarla en absoluto la vocación que estas pudiese tener para tomar los hábitos. Eso sin contar con la preñez de la que sería la décima y póstuma hija  que ya empezaba a hacerse evidente.  

Las cosas se fueron complicando día a día para las pobres monjas que dependientes de su generosidad se vieron sometidas a su autoridad teniendo que aceptar en ocasiones incluso la visita de extraños dentro del claustro. Estas, viendo peligrar su vida en comunidad apelaron a Fray Antonio de Jesús para que alertara a quien estimase oportuno. Este, consciente del desmán, escribió a la duquesa de Alba una carta fechada el 10 de octubre.

«La nuevas que hay por acá de nuestra novicia la princesa, son de que está preñada de cinco meses y que está dentro del monasterio mandando como priora y que quiere que las monjas le hablen de rodillas y con gran señorío. Le ruego a Vuestra Excelencia que se lo diga a nuestra Madre si no lo sabe»  

Informada la Santa intentó por todos los medios que Doña Ana dejase el convento pero esta no se avino a razones y al final tuvo que ser el mismo Rey el que puso fin a este dislate obligándola a salir de allí para atender su hacienda y a sus hijos.

Doña Ana obedeció a S.M. a finales de enero de 1574 y aunque la congregación suspiró aliviada en un principio, pronto se dieron cuenta de que con ella desaparecían todas las ayudas pecuniarias que hasta el momento sus fundadores les habían otorgado. Doña Ana en venganza incluso les había privado del legado que su difunto esposo les había dejado en la escritura de su testamento.

Fue entonces cuando Santa Teresa a sabiendas del frío, hambre y penuria que durante aquel frío invierno estaban pasando luchó hasta conseguir los permisos pertinentes para que estas pudieran abandonar el convento reubicándolas en Segovia.

Y así la noche entre el 6 y 7 de abril de 1574 las vi partir silenciosas y tristes con lo mismo que entraron apenas cinco años atrás. Sobre la mesa de la entrada quedaba escrito el inventariado de todos los enseres que la comunidad había recibido de sus señores durante su estancia para que Doña Ana no pudiese acusarlas de haberse llevado ni un solo cacillo.

Cuando se enteró Doña Ana montó en cólera pero pasado el arrebato no tardó en encontrar un reemplazo y pronto las celdas de las carmelitas fueron ocupadas por Franciscanas.

Esta es la triste historia que aconteció entre mis muros aún en pié. Hoy mi convento, el de San José, aún se puede admirar en la parte baja de Pastrana. Les aconsejo que visiten mi pueblo y si se tercia, quizá puedan detenerse a yantar en el cenador de las monjas, aquel que ocupa parte de mi antigua construcción y así quizá sentir el pasado atravesando su recuerdo.