Bernardo Fernández-Pacheco Villegas

Bernardo Fernández-Pacheco Villegas


La España de la verdad

24/10/2024

Una reflexión sobre las amenazas que sufre la lengua española y el papel que juegan los medios de comunicación y las instituciones que deben defenderla.

            Me pregunto: ¿es que nadie se está dando cuenta del peculiar fenómeno que afecta al español hablado? ¿Es que ninguna de las instituciones que deben velar por la corrección en el uso del lenguaje, con  la RAE a la cabeza, ha detectado lo que está pasando? Y, si lo han hecho, ¿por qué no han elevado señal alguna de aviso o de alarma? Malo es que la pobreza expresiva amenace con instalarse en el habla de los españoles, pero mucho peor es que no surja una reacción por parte de alguna organización pública o privada, una proclama que resuene con claridad en los medios de información de todo el país, denunciando esas modas que tanto afean y empobrecen nuestra bella lengua.

            En este caso, me refiero al repetido uso, a la reiteración en el discurso, a las constantes invocaciones a «la verdad»; alusiones que se escuchan en todos los círculos sociales y que tiene como objetivo investir, categóricamente y con el manto de ser la única certeza posible, lo que se dice o afirma.

A la pregunta  ¿qué te ha parecido la película?, el español medio muy probablemente responderá:

— La verdad es que me ha gustado mucho.

— La verdad es que no me ha gustado.

— Me ha decepcionado, esperaba otra cosa, la verdad.

            Precediendo o cerrando la respuesta, se cita y se alude a «la verdad» sin que exista necesidad alguna de hacerlo. De manera que no resulta nada excepcional encontrar personas que salpican con «la verdad» todo lo que dicen o pretenden explicar.

«Hemos estado de vacaciones y la verdad es que se nos ha pasado el tiempo volando».

«La verdad es que no conocía esa marca de cerveza y me ha parecido estupenda».

«La verdad es que no sé qué decirle, la verdad».

Y así sucesivamente. Expresiones como estas y otras similares se repiten constantemente en el habla de muchos españoles,  da igual la región de la que procedan o el contenido que estén tratando. La reiterada e innecesaria alusión a «la verdad» circula y campea a sus anchas en el discurso cotidiano. «La verdad» se ha ido haciendo dueña de un estilo particular de manifestarse, convirtiéndose en una siesa muletilla que destaca por su condición repetitiva, por no conocer hartura ni saciedad y por ser el socorrido canal que sirve para encauzar una buena parte del discurso de aquellos que toman la palabra.

Hacer alusión o referencia a «la verdad» (lo cierto, lo auténtico, lo real) e incluir esa llamada en el habla es un recurso correcto, tanto en español como en otras lenguas —la verite cést que… de los franceses o  the true is… de los ingleses—que solo debería utilizarse para ofrecer un resumen o conclusión, cuando de lo dicho con anterioridad surgen dudas y conviene diferenciar lo verdadero de los falso. Sin embargo, el uso que habitualmente se hace de «la verdad»  no cumple en absoluto esa función, ya que se la utiliza sistemáticamente, a destiempo, sin que exista una posible confusión que justificara su empleo. Se usa más bien a título de muletilla introductoria o final: un tic verbal que sirve para arrancar y dar paso al mensaje, a la información que se va a trasmitir o para concluirla. Se añade sin aportar nada, sin ser necesaria para matizar el sentido de lo dicho con anterioridad o de lo que se va a decir después. Por seguir con el ejemplo citado, una afirmación como «me ha gustado mucho», en respuesta a la pregunta sobre la película, no requiere ir precedida de «la verdad» para adquirir pleno significado.

En cualquier caso, el problema que se ha generado no tiene que ver con una ocasional buena o mala utilización de un recurso lingüístico disponible, sino con la repetición machacona del mismo. La reiteración, que no otra cosa, es el principal problema.  Lo es, sobre todo, porque empobrece la calidad expresiva del discurso, porque lo hace torpe, tedioso y falto de originalidad. Y el problema resulta especialmente preocupante cuando esa forma de hablar se difunde a través de las ondas de la radio o del sonido que acompaña las imágenes de la televisión, convirtiéndose en un modelo lingüístico para miles de oyentes que, al quedar involuntariamente sometidos a esa negativa influencia, es muy probable que terminen imitándolo, contribuyendo así a su extensión.

    En el dominio de una lengua, la imitación desempeña un papel fundamental. El hablante repite, casi sin querer, palabras y estructuras sintácticas que ha oído de labios de otras personas a las que ha tenido la posibilidad de escuchar. La lengua no es un elemento inerte ni estático; muy al contrario, está en permanente evolución, sometida a todo tipo de tensiones y tendencias. Muchas de ellas son valiosas y enriquecedoras y, por tanto, deberían prevalecer, mientras que algunas otras ejercen justamente la influencia opuesta y, por consiguiente, tendrían que desparecer.

    Inmersos en esa constante evolución derivada del uso cotidiano, los hablantes se encuentran de repente con palabras o expresiones novedosas. Provenientes  del argot político, por ejemplo, llegaron «empoderamiento», «poner en valor» o «resiliencia» y, tras escucharlas en determinados medios, quien no las conocía pudo utilizarlas en aquellos contextos en los que le pareció que encajaban y era oportuno hacerlo. Y algo similar ocurre con esa moda que potencia la proliferación de extranjerismos ingleses (palabras y expresiones) que, en sí misma, es una de las principales amenazas que se ciernen sobre la lengua española.

En la extensión de estas tendencias que afectan al lenguaje hablado, la difusión que se realiza desde los medios de comunicación resulta determinante. De ahí la responsabilidad de los mismos a la hora de contribuir al buen uso de la lengua. Aunque la mayoría de los profesionales de la comunicación desempeñan y ofrecen modelos lingüísticos correctos, no todos poseen la debida cualificación. Y, a la amplia repercusión derivada de esa minoría menos competente, habría que añadir la nutrida nómina de invitados a los que, bien por razones de actualidad o de oportunidad, se les ofrece el altavoz y se les permite dirigirse a los oyentes o a los telespectadores. El caso es que los medios de comunicación ofrecen modelos verbales muy variados, de todo tipo, algunos de ellos resueltamente impresentables. Y estos son los que  ejercen una influencia lesiva de cara el correcto uso de la lengua.

En mi modesta opinión, como simple observador, el fenómeno de «la verdad es que…» proviene del mundo del deporte y, más en concreto, de dos frentes. El primero, el derivado de las tristes imágenes que exhiben esos deportistas de élite, ases en su oficio, triunfadores, líderes mediáticos venerados por una legión de seguidores que, sin embargo, cuando se les pregunta y abren la boca, solo saben decir: «La verdad es que ha sido un triunfo increíble. Me siento muy feliz, la verdad». El segundo serían las retransmisiones deportivas de larga duración (futbol, ciclismo, tenis, etc.), esas que generan horas y horas a la escucha de locutores carentes de la más mínima preocupación por su forma de comunicar y, muchos de ellos, sin otro aval para dirigirse a la audiencia que su trayectoria deportiva; comentaristas que, salvo raras excepciones, se expresan mediante un escueto y reducido vocabulario unido, por lo general, a una más escueta y reducida aún gama de estructuras sintácticas. Ambos suelen hacer gala del recurso de «la verdad» en todas sus formas de comienzo o fin de frase, usándolo a modo de comodín que les facilite el pie para lo que van a decir, repitiendo una y otra vez el mismo formato.

Pero, a pesar de la gran influencia que ejerce el deporte en la sociedad española y de la enorme presencia que poseen los medios de comunicación potenciando ciertos modelos lingüísticos, en el éxito y la imparable extensión de «la verdad», considero que ha tenido y tiene que haber algo más. Quiero decir que, para explicar el extraordinario despegue y arraigo del fenómeno, no bastaría con recurrir a la fuerza de la imitación; para identificar el origen del problema creo que es necesario apelar a una cuestión de mayor calado, a una variable idiosincrática.

Introducir en cualquier discurso una llamada  a la verdad le otorga un carácter excluyente; es decir, que esto, lo que digo, y no otra cosa,  es  lo cierto y lo real. Se cierran, por tanto, las puertas a posibles alternativas. La afirmación que se presenta bajo el palio de ser la verdad aleja la posibilidad de plantear abierta y espontáneamente cualquier tipo de duda o replica. Lo así dicho es indiscutible, categórico e irrefutable, levanta un muro frente a la disensión, porque lo que se dice  es lo importante y carece de valor lo que digan u opinen los demás. El aserto o la afirmación que se ofrecen como verdad no admiten replica. Solo lo dicho por el hablante cuenta y todo lo demás sobra. Esta manera taxativa de expresarse —yo tengo la verdad y no discutas conmigo—  encaja demasiado bien con la actitud y la forma sentenciosa de hablar de muchos españoles. De ahí podría venir, en buena medida, su enorme éxito y su amplia implantación.

Hablar apoyándose reiteradamente en la verdad define un estilo comunicativo opuesto al que exhiben aquellas personas que presentan sus mensajes bajo el enfoque de ser solo una  visión u opinión individual sobre algo, una interpretación más entre otras posibles. El uso de condicionales y la introducción del discurso mediante expresiones como «creo que», «a mi parecer», «según yo veo la situación», «en el análisis que hago», etc., representan formas de expresión que dejan un amplio margen para la continuidad comunicativa y posibilitan la intervención de  potenciales interlocutores. En su conjunto, conforman una manera de comunicar completamente distinta, que no bloquea el camino de la participación, que permite la réplica y facilita el contraste de pareceres. Un modo de hablar que no daría lugar a que se produjera el  temido choche frontal que acaba con el diálogo; pues, ante la verdad cerrada del otro, si se manifestara un atisbo de disensión, inevitablemente, derivaría en un episodio de enfrentamiento, con una alta probabilidad de que surgieran respuestas de agresividad verbal más o menos explícitas.

Sin duda, este segundo estilo es más desarrollado, cualitativamente superior, mucho más adecuado, más tolerante y más cortés de cara al que escucha o al que participa de la conversación. Permite al hablante, al que explica o expone, ofrecer informaciones o argumentar opiniones sin restar solidez al discurso, manejando ideas y razones con mayor eficacia que si fuera precedido de una declaración tan rotunda como «la verdad es que…». Se trata de una forma mucho más educada y conveniente de abordar un tema o simplemente de iniciar una conversación, máxime si se intuyen criterios disonantes en el contexto comunicativo.

El fácil arraigo de «la verdad es que…» en el discurso de los españoles pone de manifiesto la general ausencia de una importante habilidad comunicativa y social: aquella que consiste en presentar las ideas propias con un margen de incertidumbre, vinculadas a la percepción personal de los hechos y sus circunstancias. Al mismo tiempo, deja ver un talante poco dado a la discusión equilibrada, a la escucha de los argumentos del otro, a la búsqueda de puntos de vista comunes o a la posibilidad de realizar un análisis compartido.  La conclusión —bien lo sé— no es muy alentadora, pero me temo que este sería el trasfondo que oculta la exitosa proliferación del uso de «la verdad» en la España actual.

Por otra parte, tanto en lo importante como en lo intrascendente, el complemento de «la verdad», la reiterada llamada a la misma para encabezar el discurso, al margen de cuestiones estilísticas, de estética o de buen gusto al hablar, al fin y al cabo, viene a ser el indicador del poco celo o cuidado en las formas con el que actúa el emisor, así como su absoluta falta de sentido crítico. Me refiero a que muchos hablantes tienen a gala e incluso presumen de un «todo vale, lo importante es hacerme entender, poco importa cómo lo diga» que desprecia de facto y sin mayor reparo el correcto uso de la lengua.

Quiero recordar que, en más de una ocasión, ha habido reacciones académicas con respecto a errores o vulgarismos muy difundidos y generalizados en amplios sectores de la población: el uso de «me se» (me se ha caído), «te se» (te se ha olvidado), «contra más» (contra más ganes, mejor), «haiga» (espero que haiga vino en la cena), etc., o el tan extendido dequeísmo (temo de que no llegues a tiempo, he oído de que te casas). Sin embargo, aún no he constatado una reacción semejante frente al exagerado uso de «la verdad».

El problema no es de ayer mañana. Ya alcanzó el nivel de epidemia nacional y, ante casos como este, alguien, con la debida autoridad, hace tiempo que debió encender la luz de alarma y dar un toque de atención a la sociedad española. Quizás de ese modo, invitando a la reflexión colectiva, al menos desde ciertos sectores (el mundo de los comentaristas deportivos, por ejemplo), podría iniciarse un lento desandar del camino recorrido, ofreciendo a los oyentes modelos mucho más adecuados para escuchar e imitar. En cualquier caso, promover la reflexión sobre el habla que habitualmente utilizamos, venga de donde venga, siempre será una propuesta encomiable y meritoria, una iniciativa que, a mi parecer, dignifica a las instituciones que la adopten.