Hace unos días en la cola de un bufet estaríamos unas quince personas, en ordenada y expectante cola, aguardando a que nos sirvieran el codiciado rancho que olíamos con fantasiosa delectación, pero que aún no visualizábamos.
En un momento dado, oímos a nuestra espalda un trote ligero y despacioso que se concretó en una mujer menuda que elevó la voz amablemente en un tono tolerable, acostumbrada como debía de estar a que le atendieran sin necesidad de herir tímpanos. Una profesora, sin duda. Tras lograr, sin esfuerzo aparente, que el pelotón le fijara la mirada nos espetó: "¿La intolerante, por favor?".
Ni que decir que la tropa quedó ojiplática, vista clavada en la beatífica mujer, que continuó impasible el ademán. Pusimos caretos de nerviosa sorpresa, estupor indisimulado, congoja incluso. Hubo quien se tocó los bolsillos como buscándose la cartera, pero todos coincidimos en un rictus intercambiable de displicencia y autodefensa...
Hasta que la vocecilla dulce y tímida de una chica de unos dieciséis años rompió el encantamiento: "Yo, señorita, al gluten, pero ya se lo he dicho a los cocineros y me han servido la comida adaptada". Hecho añicos el hechizo todos volvimos a centrarnos en el condumio.
Existen muchos tipos de intolerancia. Las más comunes son a la lactosa, fructosa y gluten, como la de la chica. Pero sin duda la que más sufrimos a voces y en silencio, según parroquias, es la social.
El clima de enfrentamiento en el que vivimos constantemente nos ha llevado a ser intolerantes con el que simplemente no piensa igual que nosotros. Enzarzados en un bucle de y tú más, no nos paramos ni por un momento a escuchar lo que el otro dice. Ya está estigmatizado desde el momento en que no piensa como yo. O es tirio o es troyano.
Los antiguos fundamentalismos religiosos e ideológicos han evolucionado y han traído nuevas intransigencias de lo más variopintas, una serie de fanatismos laicos y posmodernos que se parecen mucho aquellos vetustos y rancios de los que hemos copiados fórmulas y maneras.
Hemos renunciado a discutir y nos hemos instalado en la autocensura. El no ponerse detrás de una pancarta o no poder negociar algo con uno que no vote lo mismo que yo o no que no odie al mismo que yo (más allá de una prebenda o subida de sueldo) no está sumiendo en unas fosas de ecpatía emocional (que viene a ser que todo lo que no cuadre con mi ombligo me la suda), miseria intelectual e invalidez negociadora realmente descorazonadoras.
Disfrazamos de tolerancia cero, intolerancia a los intolerantes y demás clichés sobados y manidos, nuestra intolerancia a ponernos en los zapatos del otro, ceder, ser generosos, perder para que otros, todos, ganemos.
En aquella cola del bufet nos mirábamos de reojo. A ver quién disparaba primero. Con cara de tolerancia sin gluten, sin lactosa, sin fructosa, sin valores realmente compartidos y comunes más allá del miedo y la desconfianza. Nuestros peores y más peligrosos compañeros de viaje.