No, no recuerdo esta coincidencia, casi simultánea, de tan buen cine en la cartelera local (y solo en nueve salas de las catorce), candidatas algunas en los Óscar que se avecinan, pero eso es lo de menos: La sociedad de la nieve, Fallen Leaves, Anatomía de una caída, Los que se quedan, La zona de interés y, sobre todo, Perfect Days (las dos últimas todavía en exhibición). Juan Villegas, en su último artículo en estas mismas páginas, ya acertaba al valorar la historia del estoico limpiador de baños públicos de Tokio que retrata, con pulso magistral, el alemán Wim Wenders.
Me pongo las canciones Feeling Good, de Nina Simone, y la de Lou Reed que da título a la película, las que escucha el sonriente y lacónico Hirayama en sus casetes, y me parece acompañarle en su furgoneta azul por las autovías blancas de la capital nipona, como viajando por la Metrópolis de Fritz Lang, o asistir a uno de los dramas líricos del cine de Yasujirô Ozu, al que viene a homenajear en buena medida Wenders. Letras de canciones que hablan de libertad, de días que amanecen sobre la negrura, de sentirse bien y en paz con el mundo, de volver a casa después del cine y de reconciliarse con uno mismo.
Hirayama es la austeridad y la soledad deseada, la armonía y el compromiso con un trabajo que realiza con la perfección y el mimo del más exquisito creador de alta joyería, con respeto por sí mismo, por su dignidad. Fotografía una y otra vez a los árboles en blanco y negro, y guarda las copias en cajas metálicas que archiva con la misma pulcritud que limpia los urinarios. Lee a Faulkner, acoge a su sobrina que huye de la asfixiante madre rica o ayuda generoso a su joven compañero enamorado. En una película minimalista, que convierte la monotonía del día a día en un ritual de estoicismo y emociones esperables, el ser humano adquiere ese protagonismo de ser único dueño de sí, como los personajes de otras obras del cineasta, tales que París, Texas o Alicia en las ciudades, que permanecen más en mi memoria que El amigo americano, que tantas colas de gente llevaba a aquel madrileño Alphaville de finales de los setenta.
Días perfectos, acaso analógicos, premodernos, sin pantallas, tan lejos del caprichoso consumismo, de esa serenidad inalcanzable que el cine nos sirve sublimándola en lo que tiene de imposibilidad y sueño metafísico. Vivir dentro pero fuera de la agobiante contemporaneidad. Sonreírle al sol sobre el rostro de la tarde que escapa. Asumir la urbe pero acertar a impregnarse de las emociones realmente hondas y necesarias. Vivir otra suerte de emociones. Sentir, al fin, el equilibrio y la sutil melancolía de la vida incesante que transcurre —a veces imperceptible— a nuestro lado.