La investigadora Leonor Parra ha ubicado 86 fortalezas islámicas construidas en la Mancha Alta entre los siglos X y XII y repartidas en una porción del territorio actual de las provincias de Toledo, Ciudad Real y Cuenca. Los defensas identificadas en un espacio de unos 5.000 kilómetros cuadrados fueron «edificadas para proteger a la población y sus recursos, tanto naturales como producidos». Los bastiones «se levantaron sobre peñascos rocosos que no eran necesariamente los más altos de la zona, pero sí los mejor comunicados visualmente con otras fortalezas vecinas», relata la investigadora.
El artículo La defensa fortificada del oeste de la cora de Santaver a través de los Sistemas de Información Geográfica (SIG): un estudio multidisciplinar, publicado por la revista académica Virtual Archaeology Review, reconstruye la arquitectura defensiva de las autoridades islámicas que ocupaban la Mancha Alta. La posterior conquista por parte de los cristianos, y la administración que de este área hizo la Órden de San Juan, favoreció la reutilización de algunas de las guarniciones y el abandono de otras.
«Estas torres de defensa fueron erigidas por la misma población», insiste Parra. La «poderosa» familia de los Banu Di-l-Nun regia sobre la vasta llanura. Los fuertes levantados proporcionaban tanto al pueblo como a sus dirigentes «protección frente a otros poderes que pretendieran hacerles frente». La disposición de estos 86 enclaves articuló «una red en la que la visibilidad era protagonista».
Las fortalezas se crearon pensando en «la comunicación entre ellas». Su reparto por esa porción septentrional de la meseta sur buscaba «una defensa óptima del territorio» en liza. «Esta red fue creada para ser un efecto disuasorio en sí misma, siendo francamente difícil de cruzar para cualquier ejército medieval», añade la investigadora.
Más allá de las construcciones defensivas, los cauces de agua suponían una barrera natural para dificultar el tránsito. Las abundantes lluvias de la época, una etapa histórica coincidente con el Periodo Cálido Medieval, elevaron el nivel de los caudales y ensancharon el lecho de los principales ríos de la zona, el Tajo y el Gigüela. La dinámica histórica propia de una región fronteriza «convirtió al río Tajo en un lugar muy importante para defender».
Parra concluye que «esta red de fortificaciones no sólo definía pautas de defensa territorial, sino también de ocupación del territorio». Alrededor de los recintos de seguridad crecían, además, pequeños núcleos residenciales. «La distribución de estos edificios muestra dónde prefería vivir la población, ya que muchas de estas fortalezas estaban asociadas a lugares de habitación».
defender la mancha alta. Parra ha comprobado «la existencia de torres capaces de observar lo que sucede a gran distancia», atalayas desde las que divisar espacios de hasta 50 kilómetros a la redonda. Esos baluartes «conectan con otras fortalezas que tienen un alcance visual más reducido, proporcionando así un control total del territorio».
Alrededor del valle del Tajo, la doctora por la Universidad Autónoma de Madrid ha encontrado «otro patrón» para el ejercicio defensivo. En torno al cauce del río, los musulmanes dispusieron «dos líneas de defensa: una delante, junto al cauce, y otra detrás, a unos 10 kilómetros del mismo río». La apuesta por este sistema permitía «salvar un desnivel natural que imposibilitaba la obtención de información por los pueblos más retirados del río».
Así, con ambas líneas de fortificaciones, se facilitaba la observación y transmisión de información de manera bidireccional, «tanto del interior del territorio estudiado hacia la frontera como desde el río hacia el interior».
El sistema defensivo musulmán, basado en la conexión visual entre fortalezas, «permitía una comunicación fluida», remarca Parra. La transmisión urgente de información entre fortificaciones pudo haberse hecho a través de «juegos de fuego o espejos».