La Universidad de Castilla-La Mancha ofreció el otro día en Ciudad Real un reconocimiento a los mejores estudiantes de la comunidad autónoma en la reciente prueba de la Evau. También quiso premiar a los ganadores de las diferentes olimpiadas que se establecen y convocan entre institutos. El resultado fue que los alumnos más brillantes de la región se dieron todos cita a la llamada del Rector, en un acto sencillo, cariñoso y emotivo. Uno reconocía el tremendo esfuerzo hecho por cada uno de ellos. Lo ha visto en casa y es consciente del enorme sacrificio hecho día y noche por ellos, renunciando a parte de su vida social y lúdica por los estudios. Siempre fue así, pero es verdad que de un tiempo a esta parte -lejos del cliché según el cual las generaciones que vienen ahora son peores o tienen una formación deficiente-, el estrés que les procura la primera gran prueba contra la que se enfrentan, les impregna el ánimo prácticamente el curso entero.
Yo le decía a mi hijo que sería la primera de las enormes dificultades que luego se encontraría, aunque también le aseguraba que no es tan fiero el lobo como lo pintan. Contemplar a los mejores bajo un mismo techo me emocionó, pues en sus manos queda a partir de ahora el futuro de la región y el país.
Hace menos de cuatro décadas, quien quería estudiar debía irse fuera. Ahora sólo lo hace un pequeño porcentaje por diferentes circunstancias, pero en ningún caso la imposibilidad económica. Sólo por eso merece la pena un Estado mínimo de bienestar, aunque nos joda a los liberales. Lo que fundamentalmente sentí aquella tarde fue envidia, una tremenda envidia por no tener de nuevo los dieciocho años y el derecho a equivocarse cuantas veces quieran o la vida lo provoque. Dieciocho años es una edad sensacional que sólo se alcanza una vez y no vuelve. No es como la primavera que siempre retorna al cabo de los meses. Ahora el mundo se abre ante ellos en jarras y podrán amar a destiempo, correr a deshora o pensar que se comen el mundo. La vida se encargará, siempre lo hace para una cosa u otra… Nos pone en su sitio sin que eso sea malo.
Recuerdo una entrevista a Perales en la que me dijo que toda la ilusión cuando tenía su guitarrita en Castejón era salir y ver qué había tras las montañas. Después, con su misma guitarrita llegó a los confines del mundo y hubo un momento concreto en que ya sólo contaban las ganas infinitas de volver al primer nido. Esa debe de ser la vida. Por eso, a los mejores que el otro día estuvieron sobre las tablas del paraninfo, sólo puedo decirles que se beban la vida a sorbos y tragos lentos, que la disfruten sin renunciar a la prisa, la rabia o el deseo. Pero pensando que jamás nada de eso volverá a florecer entre sus manos. Enhorabuena, talentos… La asignatura más difícil de aprobar será la de vuestra propia vida. Pero los astros siempre son favorables para osados y héroes.