La situación de Venezuela ha vuelto a evidenciar en las últimas horas que, lejos de plantearse como una cuestión de Estado, la política exterior es un escenario más del barrizal interno y, especialmente, de las agarradas permanentes de PSOE y PP. Lejos queda el tiempo en el que España logró encontrar un sitio de influencia en el contexto internacional a partir de una política consensuada, de luces largas, y más basada en los intereses generales que en el apriorismo ideológico. Hoy son impensables hitos como la Conferencia de Madrid o la Cumbre Iberoamericana de 1992 y queda muy lejos de las posibilidades de la Diplomacia española mantener un papel mediador en el conflicto árabe-israelí o tener alguna influencia en el devenir de las democracias latinoamericanas, por citar algunos logros. Ejemplo de esta pérdida de auctoritas internacional es la incapacidad de lograr para el país grandes eventos mundiales -se ha rechazado dos veces la celebración de unos Juegos Olímpicos- o la ausencia de los líderes españoles en las grandes citas como el G7 ampliado.
Desde hace dos décadas, cuando José María Aznar rompió el tradicional consenso en política exterior decidiendo por su cuenta el apoyo español en la guerra de Irak en contra de gran parte de la opinión pública, las relaciones internacionales han priorizado el fortalecimiento de los perfiles ideológicos de los gobiernos en detrimento de una visión estratégica de la geopolítica y del papel que puede desempeñar España en el mundo. El cortoplacismo se ha adueñado del Palacio de Santa Cruz -sede del Ministerio- y, como consecuencia de ello, los bandazos en decisiones cruciales para los intereses españoles son permanentes. La última ha sido el cambio de posición sobre la marcha de Pedro Sánchez sobre los aranceles a los vehículos eléctricos chinos.
Tanto PSOE como PP mantienen un núcleo de principios teóricos irrenunciables en una democracia y coincidentes con la esfera occidental, pero no son pocas las ocasiones que en la práctica se bordean los límites de esa posición compartida. La polarización, el populismo y la sobreactuación se han apoderado de la vida política española también en el ámbito de las relaciones exteriores, sin que parezca que nadie quiera dar de verdad un paso hacia un planteamiento de Estado. Las recientes polémicas sobre el Sahara, Venezuela, Argentina o Gaza no han encendido siquiera una pequeña llamada a la responsabilidad de los dirigentes del país. Es cierto que el fracaso es compartido entre los dos grandes partidos llamados a liderar el Gobierno y que espontáneos de ambas formaciones como el ministro Óscar Puente o la presidenta Isabel Díaz Ayuso con su incompetencia (al menos en la materia) no ayudan. Pero también lo es que quien tiene una mayor obligación de conformar esa posición compartida es el Ejecutivo, cuyo ministro José Manuel Albares ha mostrado en todo este tiempo con la oposición los peores rasgos de la Diplomacia: hipocresía, cinismo y falsedad.