Llega un momento en la vida, en que, menos por menos sigue siendo menos...
Dale a un bufón poder, un buen peluquero, un traje de buen corte, una corbata glamourosa, y te dará sin ningún género de dudas una sorpresa. Que el mundo está tocando fondo, es un hecho incontrovertible, desde el momento en que, por una de esas subversiones radicales en la Historia, el viejo Despotismo Ilustrado (formado por un cogollito de gentes sabias y altruistas), por efectos de la teoría demócrataliberal, según la cual vale lo mismo el voto de Sócrates que el de un felón cualquiera, incluido el de un tipo venal que se deja comprar por una botella de morapio, un zorro, a base de promesas absurdas, se erige en rey de los ratones y las ratas, y margina a los hombres cabales y prudentes de antaño. Ese sesgo de la democracia es lo que criticaban Borges y Céline, en una época de líderes sólidos como Churchill, Adenauer, De Gaulle, etc. ¿Qué habrían dicho hoy día, viendo los estragos de la televisión y de los tontos útiles?
No hay imperio que se sostenga, incólume, más allá de los doscientos años. Unos cayeron por desidia, otros, la mayoría, por molicie o indolencia, otros por fanatismo e incultura y otros, finalmente, por arrogancia y fatuidad. De eso mismo sabemos mucho los españoles; el Imperio de los Austrias, forjado por Carlos V y Felipe II, quienes, como escribe Marañón, inspiraron entusiasmo y respeto, inició su caída con Felipe III, Felipe IV, aquellos otros dos monarcas que inspiraron, el primero de ellos, indiferencia, y simpatía el segundo, gracias al pincel mentiroso de Velázquez, para concluir con aquel esperpento de Carlos II, el Hechizado, que, si algo pudo inspirar fue lástima. De ese modo, como muy bien comenta Tuñón de Lara, la dinastía que había empezado a reinar con tanto brillo y tantas esperanzas, aunque también con tantas reticencias por parte de los castellanos, se arrastró hacia su extinción durante algo más de un siglo entre la muerte de Felipe II (1598) y la lamentable de Carlos II (1700). Larga agonía de una familia que fue a la par un fracaso para los valores que había querido representar y defender con tesón, con heroísmo, tal vez con fanatismo.
El espíritu castrense y patriótico que se impuso en las élites estadounidenses forjadas en la Academia Militar de West Point, en el seno de una democracia de agricultores, ganaderos, comerciantes y aventureros que tenían la Biblia como referente, a partir de finales del siglo XIX no reparó en medios para anexionarse cuantos territorios tenía al alcance de la mano, iniciando el "gigantismo" como lema. Luego, desde el momento en que se decidió a dar el paso para abrirse al mundo, y adquirir el rol de protector, salvador y gendarme de la Vieja Europa, enloquecida absolutamente por las ideologías y los fanatismos, surgió una clase industrial todopoderosa, gigantesca asimismo en su concepción y en sus objetivos, apoyada en la gran banca, que, superado el susto de 1929, se vio dueña del mundo; una América deslumbrante y otra, tradicionalista y profunda. La América demócrata tuvo que hacer grandes esfuerzos para entrar en la Segunda Guerra Mundial, pero, tras la caída de Berlín, ya nada se opuso a sus ambiciones.
El nuevo imperio y sus insaciables ansias imperialistas los llevó a la cima, creyéndose invulnerables. Pero seguían subsistiendo esas dos Américas: la demócrata, con sus multimillonarios, sus yuppies, su american way of life, sus familias todopoderosas; y por otro la América profunda, aferrada a sus viejas tradiciones, involucionista, cada vez más enfrentada a la primera, hasta el punto de atreverse, por puro despecho, a violar -atizados por el propio Trump- el templo de la democracia, el Capitolio, cuando se vieron superados, en las elecciones presidenciales de 2020, por el demócrata Biden. La frustración alcanzó tales límites que incluso se habló de guerra civil. Ahora, con todo el poder para sí, Mr. Wall, rodeado por su cohorte familiar -¡qué parecido tan extraordinario con la familia de Carlos IV de España pintados por Goya-, hace el ridículo día a día ante el mundo, en un intento vano de apuntalar el viejo imperio yanki, amenazado seriamente por China.
A él le basta con el pizarrón, la ridícula gorra roja, los aranceles y esa truculenta firma que no se cansa de mostrar a tanto infeliz. ¡Qué tristeza, mon Dieu!