Al sentarnos, después de charlar en el recibidor con el filósofo escritor Javier Gomá o Carmen Lomana, vimos que, salvo Pedro J. y algún aristócrata, pocos famosos habían acudido. Algo habitual cuando hay estrenos de obras célebres y fáciles para el auditorio... Error, pues se pierden a veces lo mejor. Aunque Strauss es un compositor del siglo XIX que fallece a mitad del XX, habita un postromanticismo heroico compartido con Mahler: algunas de sus obras son muy hermosas y de calidad fascinante. No es pieza habitual y es la primera vez que Arabella se escucha en el Real.
Richard Strauss es más bien conocido por su Zaratustra, Till Eulenspiegle, o bien óperas como Salomé, Elektra, El caballero de la Rosa y otras piezas, como sus deliciosas Últimas canciones, un verdadero canto de cisne, antes de morir, en 1949.
Arabella aparece en el Teatro Real, noventa años después de su estreno en Dresde, deslumbrando.
No hay telón, sino una especie de gran caja blanca o de color marfil que hace temer lo peor: maníacos del vacío que venden pobreza escénica diciendo que son minimalistas. Pero, al igual que la ópera comienza rápida con una especie de recitativos, más que cantos, germanoestridentes y pareciera que aburren, pronto se arranca con momentos fastuosos y la caja, que parecía de IKEA, se abre mostrando los aposentos desmantelados de la familia del conde en un hotel donde llegan facturas incesantes, pues ahora son pobres. Pretende ser un cine donde pasan las imágenes.
El libreto es del célebre escritor austriaco, Hugo von Hofmannsthal, de origen judío como Zweig, aunque cristianizado, con quien Strauss colaboró en seis óperas. Richard Strauss se dejó mimar por el régimen nazi, de quien se convirtió en autor modelo hasta que empezó a defender el talento de algunos hebreos. Hofmannsthal no pudo acabar el texto porque murió de un infarto cuando iba a enterrar a su hijo, que se había suicidado. La trama es interesante y muestra esa decadencia vienesa, aunque al final triunfa el amor, entre los coqueteos de Arabella y el sacrificio de su hermana. La obra, que continúa la que el mismo Hofmannsthal hizo con Strauss para El caballero de la rosa, es comedia de amor entre una familia de miserias que busca salvación casando a la bella.
Elenco perfecto
Extraordinaria interpretación de David Afkham al frente de la Orquesta Nacional de España, aunque en algún momento oculta alguna voz. Sin embargo, es tan bueno el elenco, que todo resplandece. La soprano norteamericana Sara Jakubiak (Arabella) con su voz de cristal, amplia, poderosa, se muestra magistral con el repertorio germano, en el que se ha especializado. La delgada y pequeñita soprano belga, Sarah Defrise (Zdenka), se muestra gigante al cantar, sobre todo en los agudos, con maravilloso timbre, demostrando en varios momentos, como en el primer dueto y luego en el tercer acto, su excelencia. El barítono Josef Wagner (pretendiente Mandryka) muestra poderosa voz, y también Matthew Newlin, como Matteo, se proyecta con voz de redondos agudos y excelente expresividad. También destacó un papel menor, Fiarkermilli, en la voz vasca de Elena Sancho, una soprano segura, de fascinante coloratura y que se impuso, deslumbrante, con su papel.
El tercer acto, se inicia con un preludio orquestal y la caja vacía, que se mantiene fundamentalmente desnuda y plana como decorado. IKEA se adueña de la escena que antes había tenido lugar en unos salones de baile, en las escaleras donde los que acuden a la fiesta acaban derrumbados, ebrios, con sus trajes de gala desaliñados... En esa desnudez se descubre el entuerto y ella le da un vaso de agua al hombre que ama para sellar su compromiso «ante Dios y ante los hombres.»
Desnudez escénica elegante que no borra sus hallazgos. Christof Loy, con esta producción que ya tiene 20 años, mezcla delicadamente épocas y estilos, reduciendo la escena: cuando se van a los extremos los cantantes, alguna vez es difícil su visibilidad y su sonoridad cuando cantan de espaldas. Sin embargo, Loy fue elegido con esta obra como mejor director de escena por los Amics del Liceu y es que el dramatismo, movimiento de personajes, interpretación facial y gestual funciona estupendamente, pese a lo chocante de ciertos abusos sexuales que el rústico novio intenta perpetrar con la rubita Fiarkermilli -recuerda a Marilyn Monroe- sin ninguna necesidad, pues nada dice el libreto ni la elevada música de Strauss, salvo las perversiones mentales de quienes obligan a los cantantes a perpetrar sus imaginaciones funestas, que en la actualidad hieren especialmente nuestra sensibilidad. Desagradable es toda violación, y más si no se condena, como en esta escena.
Pocos muebles, blancos puros, no impiden la delicadeza cromática que en muchos momentos se contempla. Si bien, muchos preferimos que el espectáculo de la ópera sea tal y no solo música, de modo que la arquitectura y el mobiliario produzcan la fascinación que se espera.
Esa escena final nos hace gozar de tan buena música, de tan excelentes interpretaciones tanto de la orquesta como de los cantantes, que el aplauso final estalló celebrándolo todo. Esta obra, que puede disfrutarse hasta el domingo 12 de febrero, demuestra cómo Madrid sabe mantenerse entre las primeras del mundo con la calidad más alta.