Con permiso de Nietzsche, pero más allá de él, creo que estaría justificada una interpretación del desarrollo de nuestra sociedad y nuestra cultura desde los dos verbos que para mí servirían de resumen de dicha historia: deber y poder.
Hubo un tiempo en el que el mundo optó por el deber. Detrás del deber se ocultaba el llamamiento a la responsabilidad, el llamamiento a superar las barreras del yo, del ego, y saber que había cuestiones y obligaciones que estaban más allá de las apetencias.  El cumplimiento del deber podía suponer un esfuerzo titánico, pero ese esfuerzo era necesario en orden a un bien mayor, a un mundo mejor. No es una cuestión baladí que el nacimiento de la democracia se produjese justo en el momento en el que los filósofos y la sociedad centraron su atención en este verbo. Rousseau hablaba de la necesidad de desgarrar el corazón si se trataba de cumplir con el deber y Kant liberó la acción moral de cualquier motivación declarando que la auténtica acción moral no esperaba recompensa alguna, había que hacerla por el mero deber de hacerla. A lo largo de décadas la Ilustración entera tejió sus esperanzas en el convencimiento de que todo acabaría en el perfeccionamiento moral de la humanidad bajo el paraguas del deber.
Pero ni el perfeccionamiento fue tal ni el deber consiguió satisfacer las necesidades del ser humano, que acabó agotado de tanta imposición. De ahí que con el paso del tiempo y tras muchos avatares, se decidió, tras la extenuación, dar un pequeño giro, un toque sutil a nuestras dinámicas internas y morales. Ese pequeño matiz era lo suficientemente importante como aspirar de nuevo al Edén. Y ese pequeño matiz lo proporcionaba el verbo poder. El deber dejó de significar. "Tú puedes lo que quieras" comenzó a resonar en el nuevo areópago y en las nuevas plazas públicas. Fue incluso el lema de campañas tanto publicitarias como electorales.  A partir de ese momento ya nadie sostendría aquello que tanto sobrecogía a Kant, la ley moral que llevaba dentro y el cielo estrellado sobre su cabeza. Nadie compara ya esa ley moral interior con la grandeza del cielo estrellado que hay sobre nuestras cabezas. 
El deber cedió paso a las regulaciones a la carta. El poder ya no recordaba a disciplinas ni a prohibiciones. Aparecieron entonces conceptos revolucionarios y se empezó a hablar de motivación, de iniciativa, de proyecto, porque se descubrió que todo esto era más eficaz para conseguir lo que proponía el deber. Mientras que el deber constreñía, el poder de lo que se quisiera parecía liberador. De lo que no fuimos conscientes era del peligro del «tú puedes lo que quieras», que acaba esclavizando tanto como el «tú debes» y los sujetos acabaron neurotizados en un poder por el poder tan agotador como el deber. La retórica del deber fue reemplazada por las solicitaciones del deseo, los consejos de los psicólogos y las promesas de una felicidad frívola en el aquí y ahora. El «tú puedes lo que quieras» comenzó a ser el lema de sujetos devastados deseosos de lo que fuese. Como decimos, el «tú puedes lo que quieras» es también agotador, agotador porque no tiene límites, y en esa ausencia de límites el sujeto acaba torturándose a sí mismo.   El Edén siempre se encuentra más allá de la última zancada.
Con toda la buena intención, el «tú puedes»  acabó generando sujetos cada vez más infantiles, porque cada vez que no conseguían lo que podían aprendieron a responsabilizar a quien fuera por no haber podido hacer real su deseo. A cada fracaso aprendió a responsabilizar a todo aquel que no había sabido motivarlo. Y detrás del «tú puedes lo que quieras» aprendió a encontrar enemigos en todos aquellos que simplemente le recordaron sus limitaciones. Nada incluye ese «tú puedes» por lo que no deba recibir nada a cambio. Y no es cuestión tampoco menos importante que por eso nos encontremos en la etapa posmoralista de nuestras democracias.
En torno a un verbo se configura un mundo, un pensamiento. La pregunta que me queda es en torno a qué verbo configuraremos las vidas de nuestros hijos. 

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