Desde la primera planta del edificio donde ha hecho realidad sus sueños, asomados a la ermita del Humilladero y de la Alameda seguntina, el cocinero Enrique Pérez (50 años) intenta resumir la historia de una locura con final feliz. El cáncer se llevó a su padre demasiado pronto, con tan solo 56 años, y Enrique le dijo a su hermano: «¿qué cojones hacemos nosotros ahora aquí?». Fue el inicio de una aventura llena de obstáculos, sin renunciar a la idea de hacer una cocina diferente, innovadora. Quedaron para el recuerdo los menús diarios y los manteles de papel de tres generaciones anteriores.
Su infancia transcurrió en el hotel restaurante que adquirieron sus padres en 1975. «Nos íbamos mudando de habitación a medida que crecía la familia. Después, mis padres hicieron un apartamento en la buhardilla, donde estaba el desván. Vivíamos dentro del negocio y ese fue el detonante para que mi hermano y yo nos dedicáramos a esto. Lo mamábamos, aunque mis padres no querían que siguiéramos sus pasos». Enrique, sin quitarse la chaquetilla blanca con el escudo de 'El Doncel', recuerda sin nostalgia a los viajantes que llegaban de los pueblos y hacían escala en el hotel. Algunos eran ya como de la familia. A ellos les sirvió los primeros cafés, cuando apenas llegaba a la cafetera.
«Le echábamos una mano a Esteban – cuyo hijo, Alberto, es hoy el contable del negocio – y a Julián, que eran los camareros de entonces. También recuerdo a Isabel, la cocinera. Era gente que trabajaba en la casa desde muy jóvenes hasta que les llegaba la jubilación. Formábamos una gran familia. Mi hermano y yo nos dedicamos a esto, a pesar del disgusto de nuestros padres, porque nos sentíamos útiles», afirma el laureado cocinero y máximo representante de la cuarta generación de una saga que empezó en la cantina de la estación de Arcos de Jalón (Soria) y recaló en los años 50 en la ciudad de Sigüenza.
«En el restaurante Zalacaín aprendí desde el minuto uno la importancia de la disciplina»
Enrique, con sus padres y su hermano Eduardo. La historia profesional de Enrique Pérez y de su hermano Eduardo empieza en la Escuela de Hostelería de Teruel. «Aunque en primero de Hostelería – explica Enrique – no tocaba hacer prácticas, dije que conocía a un amigo de mi padre que trabajaba en un restaurante muy bueno de Madrid, llamado 'Zalacaín'. Yo entonces no tenía ni idea de lo que eran las estrellas Michelin y me asusté cuando llegué y vi a todos uniformados y con corbata. José Jiménez Blas – Señor Blas, en Zalacaín – era amigo de la familia. Había empezado a trabar con mis abuelos en 'El Motor', cuando era un crío. Me presenté a él y le dije: no sé ponerme esta pajarita, Pepe. Entonces, me llevó al 'office', me pidió que le llamara señor Blas en el trabajo y que a ponerme la pajarita ya me ayudaría su ayudante. Aquello me produjo un 'shock' tremendo, pero aprendí desde el minuto uno la importancia de la disciplina. Cuando mi padre se encontraba ya muy mal, echamos a suerte quién de los dos hermanos se ocuparía de la cocina. Me tocó a mí. Dijimos que serían 15 días de prueba, pero han pasado más de 32 años y sigo en la cocina».
«Me presenté en el restaurante de Koldo Rodero (Pamplona) con mi maleta, como Paco Martínez Soria»
Otro punto de inflexión en su formación profesional lo marcó el restaurante Koldo Rodero, de Pamplona, al que llegó por recomendación de un profesor de la Escuela de Hostelería llamado Ángel Conde. Era consciente de la situación familiar. Sabía que, desgraciadamente, podía precipitarse el relevo generacional. «Llamé a Koldo y me dijo que podía empezar las prácticas el día 1 de julio. Cogí un autobús de 'La Conda' en Zaragoza y me presenté en el restaurante con mi maleta, como Paco Martínez Soria. Me instalaron en el pueblo de Burlada, en la casa de una camarera, y cuando Koldo me vio cómo cogía el cuchillo me dijo: 'tú no has pisado una cocina en tu vida'. Le noté un poco distante, pero pronto se dio cuenta de que yo tenía más ganas de aprender y de trabajar que sabiduría. Estuve allí todo el verano, currando en Los Sanfermines como auténticos jabatos. Me quiso pagar por los servicios prestados, pero no le acepté ni un céntimo porque yo sólo había ido allí a aprender».
Al verano siguiente, fue Koldo el que le llamó para que le echara una mano y se generó entre ellos una buena amistad. «La cocina de Koldo Rodero es, 30 años después, una cocina con un criterio de producto excelente, con una imaginación tremenda y con una calidad rebosante», afirma Enrique.
En las palabras de Enrique, en sus gestos, se percibe la emoción y la responsabilidad a la hora de decidir qué hacer con el hotel y restaurante de sus progenitores. «Fue sentarnos mi hermano y yo en una mesa y decir: ¿qué cojones hacemos nosotros ahora aquí?». Aunque echaban una mano en el restaurante los fines de semana, desconocían su funcionamiento. «Sabíamos hacer cafés, poner flanes, pero nunca habíamos pagado una nómica. Ni sabíamos cómo se pagaba el IVA. A pesar de todo, nos comprometimos a sacar el negocio adelante».
Durante algún tiempo, compartieron esa tarea con su madre, Elo, hasta que lograron convencerla de que ya se había sacrificado bastante por ellos. «Le dijimos: esto se ha terminado; has pasado cinco años muy duros por la enfermedad de nuestro padre y hemos pensado ponerte un sueldo y una casa en la playa para que disfrutes y descanses. Pero, mi madre, con 54 años, dijo: verdes las han segado. Así que recuperó su plaza en la Policía Nacional, 30 años después, y se fue a Benalmádena y Torremolinos a seguir haciendo carnés de identidad. Ahora, que ya no está con nosotros, pienso que quería marcar distancias, que prefirió no influir en cómo teníamos que hacer las cosas».
«El cordero asado convivió con nosotros después de conseguir la estrella Michelin»
También desde la distancia, con la perspectiva que dan los 32 años transcurridos, Enrique y su hermano Eduardo reconocen la ayuda prestada por el camarero Esteban. «Era la imagen de 'El Doncel', en ausencia de mi padre. El que se encargaba de la caja, el que mejor conocía a los clientes y la mecánica del hotel restaurante. Decía que era también su negocio y que formaba parte de su vida». Mientras tanto, su madre y su tío César no veían claro el futuro de aquellas nuevas propuestas gastronómicas y les preguntaban: ¿estáis seguros de lo que estáis haciendo? Tenían miedo al cambio.
Sin embargo, matiza Enrique, nunca quisieron romper de forma brusca con el pasado. «El cordero asado convivió con nosotros hasta después de concedernos la estrella Michelin. Una parte de la cocina clásica se mantuvo al lado de la cocina más vanguardista. Nos arruinamos varias veces, pero no cedimos en nuestra forma de trabajo. Confiábamos en que lo que habíamos aprendido en la Escuela de Teruel y en los restaurantes donde habíamos hecho las prácticas serviría para algo. Nos aferramos a ello, con el cariño que habíamos visto que le ponían nuestros padres. A pesar de no tener una hoja de ruta, nos propusimos llegar a lo más alto».
Enrique asume errores y reconoce las dificultades. «Una de las primeras estupideces que hicimos fue quitar el menú del día, arrugar los manteles de papel y pensar que ya éramos los 'number one' de la cocina mundial. Nos arruinamos por primera vez y comprendimos que nos estábamos equivocando. Luego, con la ayuda del cocinero Jesús Velasco y del crítico gastronómico Juan Antonio Díaz (Nono), entramos en la 'Gourmet Tours'. El primer año nos puntuaron con un 5, pero fuimos subiendo cada año, hasta llegar al 8,5, una nota muy alta, equiparable a la de otros restaurantes importantes. Entonces, ofrecíamos un 'menú tradicional' y un 'menú innovación'. Y, cuando vimos que el menú de innovación tenía más demanda que el tradicional, fuimos retirando poco a poco el primero. En el menú degustación incluíamos también algunas opciones paralelas, como el asado, las migas o las sopas de ajo hechas a nuestra manera».
«Algunos clientes, comenta Enrique, nos decían: 'ponme dos chorradas de esas que hacéis, pero luego dame un asado, un buen solomillo o un cabrito frito'». Así fueron complaciendo a la clientela, hasta que en otoño de 2017 recibieron el premio a su trabajo: una estrella Michelin.
La concesión de esa estrella - la primera que lograba un restaurante de Guadalajara - marca un antes y un después. ¿Mayor nivel de exigencia? «No existe un manual de instrucciones, pero la presión fue brutal. Se multiplicaron las reservas y hubo un momento en el que decidimos reducir los servicios. Dábamos 80 comidas los sábados, remontando mesas, porque la gente venía a conocer lo que hacíamos y traía un bloc de notas para apuntarlo. El 2018 fue todavía mejor que el anterior. Le dieron una estrella Michelin a 'El Molino de Alcuneza' y Sigüenza volvió a tener otro revulsivo más. Luego, en 2020, llegó la pandemia y casi tenemos que cerrar». Para evitar riesgos, hace tres años diversificaron los negocios y montaron La Finca, donde se celebran bodas, bautizos y otro tipo de eventos.
«Quienes nos dedicamos a esto somos un poco románticos. Como escribió Domènec Biosca, somos 'vendedores de felicidad'. Nos gusta ser anfitriones y atender a nuestra gente. Yo creo que vendemos felicidad en frascos efímeros y en momentos puntuales. Somos capaces de conseguir que alguien, que llega a la mesa cabreado, se levante con la sensación de haber pasado un rato estupendo. Que un cliente te dé una palmada en la espalda y te diga que ha comido fenomenal es el mayor reconocimiento a tu trabajo. Tenemos que ganar dinero, pero, sólo por ese tipo de detalles merece la pena superarte cada día».
«Hay visitantes que vienen a comer como primera opción y, si les queda tiempo, ven luego la catedral»
Existen además otros reconocimientos que no salen a la superficie, pero que están ahí. Por ejemplo, el de ver a los ciudadanos de Sigüenza presumir de tener dos restaurantes con estrella Michelin. «Hemos aportado a la Ciudad del Doncel algo que no tenía. Antes, la gente venía a visitar la catedral y después se iba a comer a Jadraque. Ahora, hay visitantes que vienen a comer como primera opción y, si les queda tiempo, van a ver luego la catedral. Hasta hace ocho o diez años, nosotros éramos unos locos. Nuestros paisanos no entendían lo que estábamos haciendo. Algunos, incluso, nos pusieron trabas. Pero, tras la concesión de la 'estrella', muchos se han dado cuenta de que es algo bueno para la ciudad y presumen de ello. Aunque no vengan al restaurante, les agradezco de corazón que hablen bien de nosotros. Que, cuando un turista les pregunta dónde comer, digan que hay un sitio con estrella Michelin donde se come de maravilla, aunque sea un poco más caro».
Cuando le pregunto por su maestro de referencia, Enrique Pérez no duda en señalar a Benjamín Urdian, el 'chef' de Zalacaín al que conoció durante unas prácticas de verano; «un tipo no muy grande, con un gorro de chimenea altísimo y la vena del cuello siempre hinchada». «La cocina funcionaba con la precisión de un reloj suizo y todo el mundo lo respetaba, sin necesidad de que levantara la voz. Cuando pasabas a su lado, casi te cuadrabas», recuerda el cocinero seguntino. También confiesa su admiración por Santi Santamaría, ya fallecido, «con una cocina tradicional, muy cuidada», y por los discípulos de Ferran Adrià que hoy están triunfando en 'Disfrutad', Oriol Castro y Eduard Xatruch.
Aquel chaval que jugaba al fútbol en el Oasis y en el colegio de los Padres Josefinos, o que iba en bici a pescar truchas en el río Henares, es ahora uno de los grandes cocineros de Castilla-La Mancha. Sin embargo, sólo presume de las muchas horas que dedica a su trabajo. «Nunca desconecto. La cabeza no para. Alguna vez me he despertado soñando y he escrito en un papel una idea o una receta».
«Un camarero, que trabajó con mis abuelos, nos dijo: os voy a ver pidiendo en la puerta de la catedral»
Los abuelos de Enrique y Eduardo Pérez llegaron a Sigüenza en los años 50. La necesidad obliga y el negocio familiar de la cantina de Arcos de Jalón no cubría las necesidades vitales de todos los hermanos. Alquilaron el 'Bar Motor' a la familia Bernal y comenzaron a dar comidas caseras. La competencia entonces se la disputaban 'El Miaga', 'El Moderno' (más conocido como 'El Pecas') y 'El Sánchez'.
«Mi padre – explica Enrique – se preparó, como hicimos después nosotros, porque estaba en juego el negocio familiar. Estudió en la Hostelería de la Casa de Campo (Madrid) y pasó una temporada en un hotel de Londres y otra en Palma de Mallorca, donde conoció a mi madre, que estaba trabajando en una comisaría de policía de la ciudad. Se hicieron novios, volvieron a Sigüenza, se casaron y mi madre se arrimó a mi abuela para que la enseñara algunas de las recetas que preparaba en aquellas cocinas económicas de leña».
A este innovador maestro de los fogones le encanta poner a fuego lento estos cambios generacionales. Enrique recuerda, porque se lo contó su madre, cómo prepararon la retirada de sus abuelos – pactada con mi tío César –, a la vuelta de un viaje por Canarias. «Llevaban toda la vida trabajando, pero se resistían a dejar de hacerlo. En Navidades, mi abuelo, que murió con 101 años, todavía se quejaba de que le habían echado del restaurante».
Habla con cariño de los abuelos, Enrique y Pilar. «Eran un poco visionarios. Pusieron una barra con pinchos, donde eso no era habitual. Fueron los primeros o segundos en tener televisión en el bar y mi abuela llegó a salir en TVE haciendo una receta en los años 70. Ya era alguien importante».
El nieto, sin embargo, no cree que pueda haber una quinta generación de hosteleros en la familia. Tiene dos hijos, el mayor estudia Ingeniería de Telecomunicaciones en Madrid, y el pequeño – de 16 años – ha probado como camarero para sacarse un dinero extra y le ha dicho a su padre: «me he sentido a gusto, pero no voy a dedicarme a esto». «Me preguntó si me sentaba mal la respuesta y le dije: si tus expectativas son hacer otra cosa, yo encantado de la vida. Su tío y yo hemos montado esto para seguir creciendo profesionalmente, pero no con la obligación de que ellos lo continúen».
Enrique recuerda la mala imagen que tenían en su adolescencia los cocineros. Si le hubieran preguntado entonces qué le gustaría ser de mayor, habría contestado que astronauta o bombero. «El cocinero – comenta - era un señor regordete y con la camisa sucia. Hasta que en los años 90 Juan Mari Arzak y Pedro Subijana, entre otros, revolucionaron la cocina española».
Sus pretensiones iniciales se reducían a seguir la senda iniciada por sus padres, con una cocina más moderna y vanguardista. «Un camarero, que había trabajado con mis abuelos, nos dijo: vais a jorobar el negocio de vuestros padres y os voy a ver pidiendo en la puerta de la catedral».
Es evidente que se equivocó en sus predicciones.