En el glorioso mundo del fútbol en Puertollano, es probable que hoy solo haya una persona que sienta alegría: Enrique Madrid Mozos, el grandísimo ariete azul, el mayor amigo que tuvo nunca Antonio Mora Albertos, Ñoño. Y seguramente sea así porque Enrique Madrid, esté donde esté, habrá podido abrazar de nuevo a su querido Ñoño, que se nos ha ido.
Apenas nueve meses separaban a Ñoño de Enrique. Si uno nació el 20 de octubre de 1934, el segundo nació el 22 de junio de 1935, los dos en Puertollano. Cuando llegó 1952 el fútbol los juntó a ambos en el juvenil azul y al año siguiente ya estaban en el primer equipo del Calvo Sotelo, donde se unieron a Julián Alazorza.
Si la historia imprime carácter a un Club como el nuestro, nunca se podrá entender el fútbol en nuestra ciudad sin esos tres nombres que acabo de mencionar; y lo mismo da el orden en que se mencionen: Alazorza, Ñoño y Enrique Madrid. Habrán cambiado los tiempos; los más jóvenes creerán que solo importa el ahora. Están muy equivocados: esos aires de amor por la camiseta azul que circulan por el Cerrú actual, los extendieron ellos en gran medida. Se habla del hoy y parece que no existió nada anteriormente. Los jóvenes, en su petulancia intrínseca, suelen creer que su primacía oculta cualquier vestigio anterior. Pues bien, nunca hubiéramos llegado hasta aquí sin que jugadores como la copa de un pino, como los citados, hubieran sudado esta camiseta eterna y se hubieran dejado la piel por ella.
Por lo que respecta al que hoy se nos ha ido, sepan todos que durante muchos años fue un excelente medio volante [como se decía entonces], que defendió al Calvo Sotelo como un titán, sosteniendo muchas veces al conjunto con su genio y entereza. En la marca del contrario era pegajoso y valiente, y no se asustaba por medirse con contrincantes considerados de mayor calidad. Y no crean que fueron fáciles sus comienzos por las dificultades que tenía para entrenar y jugar, pues entonces trabajaba como dependiente en el comercio de León Mozos, que lo autorizaba una vez por semana (los jueves por la tarde) para adiestrarse, lo que tenía que hacer en solitario. De él se llegó a decir que en sus piernas parecía tener un aparato a reacción, como si fueran un avión, capaces de hacerle cubrir los dos costados del campo. Y no se olvide que, en aquellos tiempos, no había sustituciones y tocaba jugar los noventa minutos.
Y así llego hasta 1964, el célebre en el que se consiguió el primer ascenso a Segunda División, formando parte del equipo que venció 5-0 al Menorca en el partido decisivo. De siete encuentros que hubo que jugar en una durísima promoción (tres desempates incluidos), Ñoño jugó en seis, cuando durante la temporada, sus apariciones fueron contadas. Todavía perteneció a la primera plantilla que jugó en la División de Plata en 1965, aunque José Llopis, el entrenador, no contó con él. No importaba porque su trayectoria era impecable: doce temporadas y un total de 292 partidos oficiales (268 de los cuales fueron en Tercera y 24 de ascenso a Segunda), en los que obtuvo 9 goles. Y todo ello, con escasas pretensiones económicas: "Nunca exigí absolutamente nada y me sentía pagado con tener el honor de defender al Calvo Sotelo".
En 1965, era el jugador que más tiempo había defendido los colores del club, con una entrega y corazón admirables, como pocos en su historia. Para muestra un botón; el entrenador lo utilizó como defensa izquierdo en Mérida y Blas Adánez escribió: "Ñoño es de tal calibre y tal fibra que, aunque le obligaran a salir a jugar con ambos pies sujetos por una argolla, cumpliría mejor que otro con sus dos pies libres" (Lanza, 22 de marzo de 1959).
Gloria y honor a Ñoño, y que nunca se apague la gloria de la entidad azul puertollanense, que sigue manteniendo en alto la llama que prendieron aquellos gigantes.