La pluma y la espada - Bartolomé de las Casas

Retratista de la Familia Colón (II)


El fraile español describe con todo detalle en su obra ‘Historia de las Indias’ a los grandes personajes que hicieron posible la conquista del nuevo mundo

Antonio Pérez Henares - 23/01/2023

El valor fundamental de la Historia de las Indias de Bartolomé de las Casas es estar escrito, en muchas ocasiones, por un testigo presencial. 

Conoció a quienes describe y cuenta lo que vivió o le contaron directamente quienes sí lo había hecho. Con la subjetividad propia, como no puede ser de otra manera, pero con el valor añadido de la contemporaneidad. Sus filias y sus fobias, cambiantes a veces según el soplo de los aires, están ahí, pero también está el no haber pasado por tantos otros tamices adicionales de otros muchos intermediarios, y que el tiempo pasado entre los hechos y el relato fuera muy poco.

He querido rescatar de su monumental obra una galería de los retratos que hizo de sus protagonistas. Comienza, como no podía ser de otra manera con los Colón, con quienes mantuvo siempre un trato muy cercano y a los que, con alguna crítica a toro pasado -el libro lo escribió al final de su vida-, muestra apego y demuestra que mantuvo en algunos casos un evidente respeto a su influencia y poder.

Cristobal Colón

«Notase la gran constancia y ánimo de Cristóbal Colón». 

Retrato de Hernando Colón, uno de los hermanos del almirante.Retrato de Hernando Colón, uno de los hermanos del almirante.Cuenta De las Casas todas las peripecias, rechazos y burlas que Colón recibió a su propuesta de llegar a las Indias por el Atlántico. De hecho, los cartógrafos, tanto portugueses como castellanos, tenían razón, y estaba mucho más lejos de lo que él decía. Pero había un continente en medio, que es lo que él descubrió. 

En Granada, de hecho, todo pareció ya perdido y Colón se marchó de la Corte, cogiendo el camino de Córdoba para irse a Francia a ponerse al servicio del rey de ese país. 

No estaba para nada dispuesto a aflojar en sus peticiones, y aquí se apunta con claridad otra faceta del almirante, su ambición y apego a lo material, en la que no estaba dispuesto a ceder ni un ápice. La reina Isabel lo hizo regresar y se les otorgaron las famosas capitulación que hacían de él y le daban en todo lo que descubriera un estatus de absoluta autoridad para sí y para sus herederos. Algo que luego iba a ser motivo del gran pleito, pues la Corona, en particular Fernando y después su nieto Carlos, iban a hacer todo lo que fuera necesario para recuperar su potestad y soberanía, que en buena parte habían cedido. ¿Quién iba a imaginarse que América estaba allí? 

«Tomó el camino para Córdoba con determinada voluntad de pasarse a Francia. Aquí se puede notar la gran constancia, el ánimo generoso y, no menos la sabiduría de Cristóbal Colón, y también la certidumbre que tuvo de su descubrimiento, que, viéndose con tanta repulsa y contradicción, afligido y apretándole tan gran necesidad, que quizás aflojando en las mercedes que pedía, contentándose con menos, y que parece que con cualquier cosa debiera contentarse, los Reyes se movieran a darle lo que era menester para su viaje, y en lo demás lo que buenamente pareciera que debiera dársele, se le diera, no quiso blandear en cosa alguna, sino con toda entereza perseverar en lo que una vez había pedido; y al cabo, con todas estas dificultades, se lo dieron, y así lo capituló, como si todo lo que ofrecía y descubrió, debajo de su llave en un arca lo tuviera».

El piloto moribundo

¿Y si resultaba que Colón conocía el secreto y sí sabía a dónde iba y a qué distancia estaba y que tendría agua potable suficiente para poder llegar? 

Ese era el problema. La pega definitiva de los astrónomos y navegantes contra su viaje de acuerdo con sus mediciones del globo terráqueo. Se sabía, al menos los científicos, que la Tierra era redonda. El agua vital que podía embarcar una carabela no podía durar el tiempo necesario para poder llegar a las Indias, que en efecto estaban mucho más allá, con un continente de por medio y un océano aún más inmenso que el Atlántico, el Pacífico, detrás.

De las Casas recoge lo que era cuento y leyenda en aquel tiempo y que se secreteaba en los conciliábulos de los viejos marinos andaluces. No le da credibilidad, y la concluye como cosa dudosa, pero lo apunta y la detalla incluso. Es la historia del piloto, proveniente de Cádiz, que vino a naufragar, único superviviente y moribundo a la isla portuguesa de Madeira, donde entonces residía Colón. Este le acogió, cuidó y, viéndose el otro morir, le contó su secreto:

«Navíos que salieron de Cádiz y arrebatados por la tormenta anduvieron tanto forzados por el mar Océano hasta que vieron las hierbas que abajo se hará, placiendo a Dios, larga mención , de esta manera (y por ellas) se descubrió la isla.

Habiendo descubierto por esta vía estas tierras, tornándose para España, vinieron a parar destrozados; sacados los que, por los grandes trabajos y hambres y enfermedades, murieron en el camino, los que restaron, que fueron pocos y enfermos, diz que vinieron a la isla de la Madera, donde también fenecieron todos.

El piloto de dicho navío, o por amistad que antes tuviese con Cristóbal Colón, o porque como andaba solicito y curioso sobre este negocio. Quiso inquirir dél la causa y el lugar de donde venía, porque algo se le debía de traslucir por secreto que quisiesen los que venían tenerlo, mayormente viniendo todos tan maltratados o que por piedad de verlo tan necesitado el Colón recoger y abrigarlo quien se hobo finalmente de venir a ser curado y abrigado en su casa, donde al cabo diz que murió. El cual en reconocimiento de la amistad vieja o de aquellas buenas y caritativas obras, viendo que se quería morir descubrió a Cristóbal Colón todo lo que les había acontecido y dióle los rumbos y caminos que habían llevado y traído, por la carta de marear y las alturas, y el paraje donde esta isla estaba o había hallado, lo cual todo traía por escrito».

Eso se decía, y hasta hoy el propio Juan Eslava Galán, que ha indagado con empeño en este asunto, cree que la baza definitiva de Colón, cuando de nuevo echó a regresar cuando ya estaba a dos leguas de Granda por orden personal de la reina Isabel y llevado a su presencia, a solas con ellas, el navegante «le abrió su corazón» haciéndola conocedora de tal secreto y ello decantó al cabo la balanza.

Lo único cierto y verdadero, que más alla de cábalas sabemos, es que el almirante tenía una ruta fijada que utilizó en todas sus singladuras. De la barra de Sanlúcar se dirigía hasta las Canarias y se llegaba hasta la punta del Hierro para desde allí poner rumbo directo a las Antillas.

Los hermanos

Ambos son muy poco conocidos. Sin embargo, el mayor, Bartolomé, fue muy relevante en su tiempo y no desmerecía en apenas nada en conocimientos marineros y cosmográficos con su hermano. De hecho, compartieron el primer intento de convencer al rey portugués de su empresa y, después, mientras que Cristóbal lo intentó en España, él partió con la misma embajada hasta las islas británicas para proponérselo al rey inglés, Enrique VII. No le hicieron mucho caso, pero lo trataron bien, hasta que, cansado de que le dieran largas, marchó hasta Francia. En la Corte gala se encontraba cuando le llegó la noticia del regreso triunfante del almirante de su primer viaje y que este le pedía que se encontrara con él. Al regresar a España, este había emprendido su segunda travesía y él, entonces le siguió, llegando a La Isabela, donde al fin lo encontró, con gran alegría de Cristóbal, quebrantado de salud y acuciado ya por graves problemas en los que el tercero de los hermanos, Giacomo, que cambió por Diego aquí, poco le ayudaba, pues no era hombre capaz para mandar ni dirigir, y al dejarle al mando de la ciudad recién fundada, el descontento y la rebelión lo tenía desbordado. 

Bartolomé sería a partir de ese momento el brazo ejecutor y el gran valedor del ya virrey y su segundo al mando, dando por él la cara y salvándole en sus peores trances, el último de ellos en su cuarto viaje, naufragados en Jamaica, cuando logró derrotar espada en mano al cabecilla rebelde. Estos son los retratos de ambos, Bartolomé y Diego, que De las Casas nos dejó:

Bartolomé Colón: «Este era hombre muy prudente y muy esforzado, y más recatado y astuto, a lo que parecía, y de menos simplicidad que Cristóbal Colón, latino y muy entendido en todas las cosas de los hombres, señaladamente sabio y experimentado en las cosas de la mar y creo que no mucho menos docto en cosmografía y lo a ella tocante, y en haceroar cartar de navegar, y esferas y otros instrumentos de aquella arte, que su hermano, y presumo que en algunas cosas destas le excedía, puesto que por ventura las hobiese dél aprendido. Era más alto que mediano de cuerpo, tenía autorizada y honrada persona, aunque no tanto como el almirante».

Muy diferente opinión le merece Diego Colón, el tercero de la dinastía. El almirante lo dejó, antes de la llegada de Bartolomé, al mando de La Isabela y se le subieron prontamente a las barbas. De las Casas nos da pinceladas de su personalidad y de su vestir, «que parecieras más de monje», señala, y según parece no iba desencaminado. Se decía que su intención era ingresar en la Iglesia y llegar a obispo y, en cuanto a su ejecutoría al mando, se limita a señalar que se vio muy pronto desbordado e incapaz para hacer frente a las primeras conspiraciones y rebeliones en La Isabela, y prontamente superado por un criado de Cristóbal, Roldán, a quien este había dejado por alcalde mayor, supeditado a la autoridad de Diego, pero que quiso convertirse, y casi por entero logró, en dueño y señor de La Española. Diego fue incapaz de frenarlo, Roldán lo acoquinó en La Isabela, y solo Bartolomé supo plantarle en la isla.

Los Hijos de Cristóbal Colón

Bartolomé de las Casas tuvo trato con ambos. Con el menor, Hernando, que acompañó a su padre en el cuarto viaje y luego se convertiría en una de las grandes figura intelectuales y científicas relevantes, y fundador de la magna biblioteca en Sevilla, de España.

 Lo menciona, pero lo hace de pasada, pues, Hernando solo retornó después de aquella cuarta travesía una sola vez más a las Indias. Fue a la toma de posesión y diríase que a la restauración del poder de los Colón en la cabeza de su hermano e hijo mayor del almirante, Diego, en 1509. Luego, los reyes, ni Fernando ni Carlos, le dieron licencia para volver. Él fue el alma máter de los pleitos colombinos y el apoyo jurídico de su hermano y de la esposa de este, María Álvarez de Toledo, en los sucesivos juicios, que primero consiguieron recuperar no pocos de los privilegios de las Capitulaciones de Santa Fe y luego, tras la destitución de Diego, aun perdiendo buena parte de ellos, lograron un laudo que no les dejaba precisamente a la intemperie.

Es la pareja de virreyes, Diego y María, con quienes Bartolomé de las Casas coincidió y mantuvo estrecha relación en Santo Domingo. Siguiendo la estela de arrimo al poder y en particular al apellido Colón, y dejando al margen algunos pellizquitos de monja a su actuación, el retrato que de ellos hace no puede ser más halagüeño, en particular con la virreina, a la que profesa una encendida admiración, aunque las críticas a ella por sus dispendios e intentos de emular y casi suplantar a la Corte de España en Ultramar fueron moneda común.

Dice de él: «Según parece por lo que vivió, más fue heredero de las angustias e trabajos e disfavores de su padre, que del Estados honras y preminencias que con tantos sudores y aflicciones ganó. Fue persona de grande estatura, como su padre, gentil hombre, y los miembros bien proporcionados, el rostro luego y la cabeza empinada y que representaba tener persona de señor y de autoridad; era muy bien acondicionado, y de buenas entrañas, mas simple que recatado ni malicioso; medianamente bienhablado, devoto y temeroso de Dios, y amigo de religiosos, de los de san Francisco en especial, como lo era su padre, aunque ninguno de otra Orden se pudiera dél quejar, y mucho menos los de Santo Domingo. Temía mucho errar en la gobernación que tenía a su cargo, encomendábase mucho a Dios suplicándole le alumbrase para hacer lo que era obligado».

Pero es especialmente la virreina, sobre la que De las Casas no escatima elogios: «Señora prudentísima y muy virtuosa, y que en su tiempo, en especial en esta isla y dondequiera que estuvo, fue matrona, ejemplo de ilustres mujeres», escribe, como resumen de su personalidad, para después compadecerla, cuando, destituido y muerto su marido, ella retornó y perseveró en su palacio de Santo Domingo luchando hasta el final de su vida por los intereses de su hijo. Desde luego, decisión y valentía no le faltaban.

«La virreina doña María de Toledo tuvo harta necesidad de aprovecharse de su valor, cristiandad y cordura, en los sucesos que se le ofrecieron en entrando en su casa, porque la halló perdida, con su larga ausencia que había sido desde el mes de marzo de mil y quinientos y treinta, hasta aquel día que eran catorce años y medio, halló su hacienda robada, los hijos ausentes y esto, el ser viuda fue causa que los vecinos no le hiciesen el acogimiento, ni la tuviesen el respeto que a ser quien era ella, sin ser virreina, se la debía».