Peina ya canas pero sigue con el mismo impulso y pasión que cuando empezó a emborronar lienzos. Es una persona generosa e idealista pero también indómita y rebelde, con una sinceridad y un espíritu crítico a prueba de bombas, atributos que no le han ayudado precisamente a granjearse amistades ni entre los tírios ni entre los troyanos y que han hecho de él el enfant terrible de nuestra pintura. El mismo lo explica: «Si alguien destaca por su talento pero no es de la cuerda que se vaya a otro sitio; si termina triunfando, entonces diremos que nació aquí y que, por tanto, es nuestro». Miguel Navarro (Valdepeñas, 1935) se hizo artista y librepensador en Bélgica y sólo el azar le devolvió a La Mancha. Ha sido y es uno de nuestros más reputados pintores.
En 1950, siendo un adolescente, se trasladó a vivir con su familia a Ciudad Real. Seis años después, cuando hacía el servicio militar en la localidad madrileña de Leganés, consiguió gracias al capitán médico autorización para ir a Madrid a ser copista en el Museo del Prado. En aquella época los que no habían finalizado Bellas Artes precisaban un permiso para copiar obras del Prado, permiso que Navarro obtuvo de Manuel López Villaseñor, pintor ciudadrealeño que por entonces tenía el estudio en la calle Mayor.
Años más tarde se marchó a París, y, «visto que era insoportable por caro y porque Montmartre ya no era lo que fue», decidió mudarse a Bruselas, «mi pequeña patria». Era el año 1960. Allí se instaló en una buhardilla de 200 metros cuadrados y «es donde me hice pintor y donde me descubrieron y me apoyaron, sobre todo la crítica. Pero cuando estaba levantando el vuelo cometí la 'torpeza' de regresar a España, porque mis padres estaban muy mayores y a mi padre le pilló un tren al cruzar la vía y casi lo mata. Quería estar con ellos. Además, yo estaba convaleciente de un accidente que tuve en Amberes al caerme de un andamio desde una altura de cinco metros que casi me cuesta la vida; estaba pintando el techo de la casa de un coleccionista de arte muy importante y al caer me destrocé el fémur y el humero».
Entre una cosa y otra, Miguel Navarro se volvió a casa pero, como el mismo reconoce, fue un error porque «se rompió la vía de mi pintura de aquel momento». Ciertamente, «la belga es mi mejor etapa, mis mejores tablas del mar las pinté allí, igual que otras obras importantes, como la de los torerillos. Es verdad que no se vendía, porque no se vendía nada y había que trabajar en lo que fuese, pero eso no quita lo otro», afirma.
magritte, Rubens y Rembrandt. Con Antonio López Torres «aprendí a saber mirar las cosas», añade, pero quien más influyó en Miguel Navarro fueron los pintores belgas, «los que la Guerra Mundial exilió a Gran Bretaña».
Cuenta emocionado que uno de los mejores consejos que le han dado en la vida se lo dio René Magritte. «Cuando le conocí y le dije que estaba entusiasmado con su obra me contestó: mon petit garçon, no te fijes en mi. Tengo cualidades por mi antiguo oficio de grafista y de creador de imágenes de publicidad y eso impacta, pero como pintor no soy nada extraordinario, así que te recomiendo que si te fijas en alguien hazlo en Rubens o Rembrandt, que esos sí son grandes pintores. Figúrate, un pintor en la cumbre lo que me dijo que era un pintor de éxito, pero nada más», exclama Miguel Navarro casi con la misma admiración de aquel momento.
Otro genio que le dijo algo parecido fue el artista surrealista Paul de Voss. «Él y una pintora amiga, que fue la que nos presentó, decían que yo pintaba con tierra roja de Toledo amasada. Decía que había nacido al sur de Toledo, en 'Valdenepas' (era incapaz de pronunciar Valdepeñas) y que trabajaba con esas tierras amasadas porque era una pintura muy rugosa. Voss me advirtió que mantuviera esa técnica y que no me fijara ni en su pintura ni en la de otros compañeros. Me dieron dos lecciones de ética y humildad», destaca el pintor de la Ciudad del Vino.
Vista ahora, la vuelta a España a finales de los 60, «fue realmente como si me hubiera dedicado a la mala vida», ríe con el símil.
Empezó a pintar otra vez con López Torres en el campo y «eso me desvió», porque «pasé de un expresionismo centroeuropeo a una figuración que empezó la andadura por el realismo». No obstante, poco tiempo después, a raíz de unas riadas que hubo en Lorca en 1973, un anticuario llamado Santiago Castro organizó una subasta benéfica para la que Miguel Navarro donó tres cuadros, uno de los cuales, Cuando se va la tarde, fue adquirido por el Ayuntamiento murciano. Una obra espléndida que muestra la figura sedente de un matador de toros sin cuerpo ni testa que sujete la montera, razón por la que los funcionarios municipales le llaman El torero sin cabeza. Esto le dio algo de fama, Santiago Castro le compró algunas obras y su carrera tomó impulso.
La obra de Navarro está principalmente en Madrid, Ciudad Real, Murcia, Valencia, Castellón, Bilbao, Bélgica y Alemania, pero, como el mismo dice, «algunas de éstas últimas están en paradero desconocido y acabarán perdiéndose», se lamenta.
De la pintura «he vivido cuatro días y que he tenido que trabajar en multitud de cosas». Pero «no me quejo -continúa, ya lanzado- porque siempre ha sido así». Llegado a este punto y salvando las distancias, dice que Velázquez es un caso excepcional, pero al Greco lo redescubrió Santiago Rusiñol en París y Vermeer murió en la más absoluta indigencia, su mujer y sus 14 hijos se quedaron sin nada». Los pintores «hemos sido una excusa de la cultura y los cuatro que han apoyado el arte han tenido a los pintores de clowns en sus cenas; siempre las mismas invitaciones a un poeta, un pintor y un músico y, si hay un actor, tenemos el equipo completo. Acabé harto de las cenas y de los coleccionistas que basan sus colecciones en la rentabilidad, porque, al fin y al cabo, todos están podridos de dinero pero no se han preocupado jamás de escribir nada ni pensar absolutamente en nada que no sea dónde poner su dinero para que rente más, y después se lo gasten los herederos».
Miguel Navarro es un espíritu crítico, que habla sin tapujos, lo que le ha granjeado enemistades. Al propio Navarro no le duelen prendas en reconocer que es muy incómodo incluso para él mismo, cuando más para los demás.
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